Raza e Historia

noviembre 6th, 2022 by Notas del mundo ideologico

NMI: el siguiente artículo, “Raza e Historia”, fue escrito por del antropólogo Claude Levi-Strauss. Dicho texto fue escrito en el año de 1952 por encargo de la UNESCO en el lanzamiento de la primera campaña internacional llevada a cabo por dicha institución para luchar contra el racismo, luego de las experiencias vividas por el nazismo y la Segunda Guerra Mundial, como también por el colonialismo europeo. Veinte años mas tarde, en 1971, escribiría el ensayo “Raza y Cultura” en donde redefiniría alguno de los conceptos tratados en “Raza e Historia” profundizando en ellos y matizando algunas de sus opiniones. El ensayo de 1971 marcaría el distanciamiento definitivo con la UNESCO, entendiendo que la lucha contra el racismo tenia un enfoque errado al querer homogeneizar las culturas del mundo a partir del etnocentrismo de occidente.
En la biblioteca del sitio encontraran los dos ensayos compilados.

 

Raza e Historia

Claude Levi-Strauss

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Raza y cultura

Hablar de la contribución de las razas humanas a la civilización mundial podría causar sorpresa en una serie de capítulos destinados a luchar contra el prejuicio racista. Sería vano haber consagrado tanto talento y tantos esfuerzos en demostrar que nada, en el estado actual de la ciencia, permite afirmar la superioridad o inferioridad intelectual de una raza con respecto a otra, si solamente fuera para devolver subrepticiamente consistencia a la noción de raza, queriendo demostrar así que los grandes grupos étnicos que componen la humanidad han aportado, en tanto que tales, contribuciones específicas al patrimonio común.

Pero nada más lejos de nuestro propósito que una empresa tal, que únicamente llevaría a formular la doctrina racista a la inversa. Cuando se intenta caracterizar las razas biológicas por propiedades psicológicas particulares, uno se aleja tanto de la verdad científica definiéndolas de manera positiva como negativa. No hay que olvidar que Gobineau, a quien la historia ha hecho el padre de las teorías racistas, no concebía, sin embargo, la «desigualdad de las razas humanas» de manera cuantitativa, sino cualitativa: para él las grandes razas primitivas que formaban la humanidad en sus comienzos —blanca, amarilla y negra— no eran tan desiguales en valor absoluto como diversas en sus aptitudes particulares. La tara de la degeneración se vinculaba para él al fenómeno del mestizaje, antes que a la posición de cada raza en una escala de valores común a todas ellas. Esta tara estaba destinada pues a castigar a la humanidad entera, condenada sin distinción de raza, a un mestizaje cada vez más estimulado. Pero el pecado original de la antropología consiste en la confusión entre la noción puramente biológica de raza (suponiendo, además, que incluso en este terreno limitado, esta noción pueda aspirar a la objetividad, lo que la genética moderna pone en duda) y las producciones sociológicas y psicológicas de las culturas humanas. Ha bastado a Gobineau haberlo cometido, para encontrarse encerrado en el círculo infernal que conduce de un error intelectual, sin excluir la buena fe, a la legitimación involuntaria de todas las tentativas de discriminación y de opresión.

Así que, cuando hablamos en este estudio de la contribución de las razas humanas a la civilización, no queremos decir que las aportaciones culturales de Asia o de Europa, de África o de América sean únicas por el hecho de que estos continentes estén, en conjunto, poblados por habitantes de orígenes raciales distintos. Si esta particularidad existe —lo que no es dudoso— se debe a circunstancias geográficas, históricas y sociológicas, no a aptitudes distintas ligadas a la constitución anatómica o fisiológica de los negros, los amarillos o los blancos. Pero nos ha parecido que, en la medida en que esta serie de capítulos intentaba corregir este punto de vista negativo, corría el riesgo a la vez de relegar a un segundo plano un aspecto igualmente fundamental de la vida de la humanidad: a saber, que ésta no se desarrolla bajo el régimen de una monotonía uniforme, sino a través de modos extraordinariamente diversificados de sociedades y de civilizaciones. Esta diversidad intelectual, estética y sociológica, no está unida por ninguna relación de causa-efecto a la que existe en el plano biológico, entre ciertos aspectos observables de agrupaciones humanas; son paralelas solamente en otro terreno. Pero aquella diversidad se distingue por dos caracteres importantes a la vez. En primer lugar, tiene otro orden de valores. Existen muchas más culturas humanas que razas humanas, puesto que las primeras se cuentan por millares y las segundas por unidades: dos culturas elaboradas por hombres que pertenecen a la misma raza pueden diferir tanto o más, que dos culturas que dependen de grupos racialmente alejados. En segundo lugar, a la inversa de la diversidad entre las razas, que presenta como principal interés el de su origen y el de su distribución en el espacio, la diversidad entre las culturas plantea numerosos problemas, porque uno puede preguntarse si esta cuestión constituye una ventaja o un inconveniente para la humanidad, cuestión general que, por supuesto, se subdivide en muchas otras.

Por ultimo y sobre todo, hay que preguntarse en qué consiste esta diversidad, a riesgo de ver los prejuicios racistas, apenas desarraigados de su base biológica, renacer en un terreno nuevo. Porque sería en vano haber obtenido del hombre de la calle una renuncia a atribuir un significado intelectual o moral al hecho de tener la piel negra o blanca, el cabello liso o rizado, por no mencionar otra cuestión a la que el hombre se aferra inmediatamente por experiencia probada: si no existen aptitudes raciales innatas, ¿cómo explicar que la civilización desarrollada por el hombre blanco haya hecho los inmensos progresos que sabemos, mientras que las de pueblos de color han quedado atrás, unas a mitad de camino y otras castigadas con un retraso que se cifra en miles o en decenas de miles de años? Luego no podemos pretender haber resuelto el problema de la desigualdad de razas humanas negándolo, si no se examina tampoco el de la desigualdad —o el de la diversidad— de culturas humanas que, de hecho, si no de derecho, está en la conciencia pública estrechamente ligado a él.

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Diversidad de culturas

Para comprender cómo, y en qué medida, las culturas humanas difieren entre ellas, si estas diferencias se anulan o se contradicen, o si concurren para formar un conjunto armonioso, primero hay que intentar elaborar un inventario. Pero aquí es donde comienzan las dificultades, ya que debemos darnos cuenta de que las culturas humanas no difieren entre ellas de la misma manera, ni en el mismo plano. Primero, nosotros estamos en presencia de sociedades yuxtapuestas en el espacio, unas próximas y otras lejanas, pero mirándolo bien, contemporáneas. Seguidamente debemos contar con las formas de vida social que se han sucedido en el tiempo y que nos es imposible conocer por experiencia directa. Cualquier hombre puede convertirse en etnógrafo e ir a compartir in situ la existencia de una sociedad que le interese. Por el contrario, aunque llegue a ser historiador o arqueólogo, no entrará jamás en contacto directo con una civilización desaparecida si no es a través de los documentos escritos o los monumentos diseñados que esta sociedad —u otras— hayan dejado a este respecto. En fin, no hay que olvidar que las sociedades contemporáneas que no han conocido la escritura y que nosotros denominamos «salvajes» o «primitivas», estuvieron también precedidas de otras formas cuyo conocimiento es prácticamente imposible, ya fuera éste de manera indirecta. Un inventario concienzudo debe reservarse un número de casillas en blanco sin duda infinitamente más elevado que otro, en el que somos capaces de poner cualquier cosa. Se impone una primera constatación: la diversidad de culturas humanas es, de hecho, en el presente, de hecho y también de derecho en el pasado, mucho más grande y más rica que todo lo que estamos destinados a conocer jamás.

Pero, aunque embargados de un sentimiento de humildad y convencidos de esta limitación, nos encontramos con otros problemas. ¿Qué hay que entender por culturas diferentes? Algunas parecen serlo, pero si emergen de un tronco común, no difieren de la misma manera que dos sociedades que en ningún momento de su desarrollo han mantenido contactos. Así, el antiguo imperio de los Incas del Perú y el de Dahomey en África difieren entre ellos de manera más absoluta que, por ejemplo, el de Inglaterra y Estados Unidos hoy, aunque estas dos sociedades deben tratarse también como distintas. Por el contrario, sociedades que han entrado recientemente en contacto muy íntimo parecen ofrecer la imagen de la misma civilización a la que han accedido por caminos diferentes que no debemos dejar de lado. En las sociedades humanas hay simultáneamente a la obra, unas fuerzas que trabajan en direcciones opuestas: unas tendentes al mantenimiento e incluso a la acentuación de los particularismos, mientras las otras actúan en el sentido de la convergencia y la afinidad. El estudio de la lengua ofrece ejemplos sorprendentes de tales fenómenos: así, igual que lenguas del mismo origen tienden a diferenciarse unas respecto de las otras (tales como el ruso, el francés y el inglés), las lenguas de orígenes varios, aunque habladas en territorios contiguos, desarrollan caracteres comunes. Por ejemplo, el ruso se ha diferenciado en ciertos aspectos de otras lenguas eslavas para acercarse, al menos en ciertos rasgos fonéticos a las lenguas fino-húngaras y turcas habladas en su vecindad geográfica inmediata.

Cuando estudiamos tales hechos —y otros ámbitos de la civilización como las instituciones sociales, el arte y la religión, que nos darían fácilmente otros ejemplos similares—, uno acaba preguntándose si las sociedades humanas no se definen en cuanto a sus relaciones humanas, por cierto, optimum de diversidad, más allá del cual no sabrían ir, pero en el que no pueden tampoco ahondar sin peligro. Este estado óptimo variaría en función del número de sociedades, de su importancia numérica, de su distanciamiento geográfico y de los medios de comunicación (materiales e intelectuales) de que disponen. Efectivamente, el problema de la diversidad no se plantea solamente al considerar las relaciones recíprocas de las culturas; también en el seno de cada sociedad y en todos los grupos que la constituyen: castas, clases, medios profesionales o confesionales, etc., que generan ciertas diferencias a las cuales todos conceden una enorme importancia. Podemos preguntarnos si esta diversificación interna no tiende a acrecentarse cuando la sociedad llega a ser desde otros puntos de vista, más voluminosa y más homogénea; tal fuera quizá, el caso de la antigua India, con la expansión de su sistema de castas tras el establecimiento de la hegemonía aria.

Vemos pues que la noción de la diversidad de culturas humanas no debe concebirse de una manera estática. Esta diversidad no es la de un muestreo inerte o un catálogo en desuso. Sin ninguna duda, los hombres han elaborado culturas diferentes en función de la lejanía geográfica, de las propiedades particulares del medio y de la ignorancia que tenían del resto de la humanidad. Sin embargo, esto no sería rigurosamente cierto a menos que cada cultura o cada sociedad hubiera estado relacionada o se hubiera desarrollado aisladamente de las demás. Ahora bien, éste no es nunca el caso, salvo quizás en los ejemplos excepcionales de los Tasmanios (y aun aquí por un periodo limitado). Las sociedades humanas no están jamás solas; cuando parecen estar más separadas que nunca, lo están en forma de grupos o bloques. De esta manera, no es una exageración suponer que las culturas norteamericanas y sudamericanas hayan estado casi incomunicadas con el resto del mundo por un periodo cuya duración se sitúa entre diez mil y veinticinco mil años. Este amplio fragmento de humanidad desligada consistía en una multitud de sociedades grandes y pequeñas, que tenían contactos muy estrechos entre ellas. Y junto a diferencias debidas al aislamiento, hay otras también importantes, debidas a la proximidad: el deseo de oponerse, de distinguirse, de ser ellas mismas. Muchas costumbres nacen, no de cualquier necesidad interna o accidente favorable, sino de la voluntad de no quedar como deudor de un grupo vecino, que sometía un aspecto a un uso preciso, en el que ni siquiera se había considerado dictar reglas. En consecuencia, la diversidad de culturas humanas no debe invitarnos a una observación divisoria o dividida. Esta no está tanto en función del aislamiento de los grupos como de las relaciones que les unen.

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El etnocentrismo

Y, sin embargo, parece que la diversidad de culturas se presenta raramente ante los hombres tal y como es: un fenómeno natural, resultante de los contactos directos o indirectos entre las sociedades. Los hombres han visto en ello una especie de monstruosidad o de escándalo más que otra cosa. En estas materias, el progreso del conocimiento no ha consistido tanto en disipar esta ilusión en beneficio de una visión más exacta, como en aceptar o en encontrar el medio de resignarse a ella.

La actitud más antigua y que reposa sin duda sobre fundamentos psicológicos sólidos, puesto que tiende a reaparecer en cada uno de nosotros cuando nos encontramos en una situación inesperada, consiste en repudiar pura y simplemente las formas culturales: las morales, religiosas, sociales y estéticas, que estén más alejadas de aquellas con las que nos identificamos. «Costumbres de salvajes», «eso no es cosa nuestra», «no debería permitirse eso», etc., y tantas reacciones groseras que traducen ese mismo escalofrío, esa misma repulsión en presencia de maneras de vivir, de creer, o de pensar que nos son extrañas. De esta manera confundía la Antigüedad todo lo que no participaba de la cultura griega (después greco-romana), con el mismo nombre de bárbaro. La civilización occidental ha utilizado después el término salvaje en el mismo sentido. Ahora bien, detrás de esos epítetos se disimula un mismo juicio: es posible que la palabra salvaje se refiera etimológicamente a la confusión e inarticulación del canto de los pájaros, opuestas al valor significante del lenguaje humano. Y salvaje, que quiere decir «del bosque», evoca también un género de vida animal, por oposición a la cultura humana. En ambos casos rechazamos admitir el mismo hecho de la diversidad cultural; preferimos expulsar de la cultura, a la naturaleza, todo lo que no se conforma a la norma según la cual vivimos.

Este punto de vista ingenuo, aunque profundamente anclado en la mayoría de los hombres, no es necesario discutirlo porque este capítulo constituye precisamente su refutación. Bastará con comentar aquí que entraña una paradoja bastante significativa. Esta actitud de pensamiento, en nombre de la cual excluimos a los «salvajes» (o a todos aquellos que hayamos decidido considerarlos como tales) de la humanidad, es justamente la actitud más marcante y la más distintiva de los salvajes mismos. En efecto, se sabe que la noción de humanidad que engloba sin distinción de raza o de civilización, todas las formas de la especie humana, es de aparición muy tardía y de expansión limitada. Incluso allí donde parece haber alcanzado su más alto desarrollo, no hay en absoluto certeza —la historia reciente lo prueba— de que esté establecida al amparo de equívocos o regresiones. Es más, debido a amplias fracciones de la especie humana y durante decenas de milenios, esta noción parece estar totalmente ausente. La humanidad cesa en las fronteras de la tribu, del grupo lingüístico, a veces hasta del pueblo, y hasta tal punto, que se designan con nombres que significan los «hombres» a un gran número de poblaciones dichas primitivas (o a veces —nosotros diríamos con más discreción— los «buenos», los «excelentes», los «completos»), implicando así que las otras tribus, grupos o pueblos no participan de las virtudes —o hasta de la naturaleza— humanas, sino que están a lo sumo compuestas de «maldad», de «mezquindad», que son «monos de tierra» o «huevos de piojo». A menudo se llega a privar al extranjero de ese último grado de realidad, convirtiéndolo en un «fantasma» o en una «aparición». Así se producen situaciones curiosas en las que dos interlocutores se dan cruelmente la réplica. En las Grandes Antillas, algunos años después del descubrimiento de América, mientras que los españoles enviaban comisiones de investigación para averiguar si los indígenas poseían alma o no, estos últimos se empleaban en sumergir a los prisioneros blancos con el fin de comprobar por medio de una prolongada vigilancia, si sus cadáveres estaban sujetos a la putrefacción o no.

Esta anécdota, a la vez peregrina y trágica, ilustra bien la paradoja del relativismo cultural (que nos volveremos a encontrar bajo otras formas): en la misma medida en que pretendemos establecer una discriminación entre culturas y costumbres, nos identificamos más con aquellas que intentamos negar. Al rechazar de la humanidad a aquellos que aparecen como los más «salvajes» o «bárbaros» de sus representantes, no hacemos más que imitar una de sus costumbres típicas. El bárbaro, en primer lugar, es el hombre que cree en la barbarie.

Sin lugar a duda, los grandes sistemas filosóficos y religiosos de la humanidad —ya se trate del Budismo, del Cristianismo o del Islam; de las doctrinas estoica, kantiana o marxista— se han rebelado constantemente contra esta aberración. Pero la simple proclamación de igualdad natural entre todos los hombres y la fraternidad que debe unirlos sin distinción de razas o culturas tiene algo de decepcionante para el espíritu, porque olvida una diversidad evidente, que se impone a la observación y de la que no basta con decir que no afecta al fondo del problema para que nos autorice teórica y prácticamente a hacer como si no existiera. Así, el preámbulo a la segunda declaración de la Unesco sobre el problema de las razas comenta juiciosamente que lo que convence al hombre de la calle de que las razas existan, es la «evidencia inmediata de sus sentidos cuando percibe juntos a un africano, un europeo, un asiático y un indio americano».

Las grandes declaraciones de los derechos del hombre tienen también esta fuerza y esta debilidad de enunciar el ideal, demasiado olvidado a menudo, del hecho de que el hombre no realiza su naturaleza en una humanidad abstracta, sino dentro de culturas tradicionales donde los cambios más revolucionarios dejan subsistir aspectos enteros, explicándose en función de una situación estrictamente definida en el tiempo y en el espacio. Situados entre la doble tentación de condenar las experiencias con que tropieza afectivamente y la de negar las diferencias que no comprende intelectualmente, el hombre moderno se ha entregado a cientos de especulaciones filosóficas y sociológicas para establecer compromisos vanos entre estos dos polos contradictorios, y percatarse de la diversidad de culturas, cuando busca suprimir lo que ésta conserva de chocante y escandaloso para él.

No obstante, por muy diferentes y a veces extrañas que puedan ser, todas estas especulaciones se reúnen de hecho, en una sola fórmula que el término falso evolucionismo es sin duda el más apto para caracterizar. ¿En qué consiste? Exactamente, se trata de una tentativa de suprimir la diversidad de culturas resistiéndose a reconocerla plenamente. Porque si consideramos los diferentes estados donde se encuentran las sociedades humanas, las antiguas y las lejanas, como estadios o etapas de un desarrollo único, que, partiendo de un mismo punto, debe hacerlas converger hacia el mismo objetivo, vemos con claridad que la diversidad no es más que aparente. La humanidad se vuelve una e idéntica a ella misma; únicamente que esta unidad y esta identidad no pueden realizarse más que progresivamente, y la variedad de culturas ilustra los momentos de un proceso que disimula una realidad más profunda o que retarda la manifestación.

Esta definición puede parecer sumaria cuando recordamos las inmensas conquistas del darwinismo. Pero esta no es la cuestión porque el evolucionismo biológico y el pseudoevolucionismo que aquí hemos visto, son dos doctrinas muy diferentes. La primera nace como una vasta hipótesis de trabajo, fundada en observaciones, cuya parte dejada a la interpretación es muy pequeña. De este modo, los diferentes tipos constitutivos de la genealogía del caballo pueden ordenarse en una serie evolutiva por dos razones: la primera es que hace falta un caballo para engendrar a un caballo y la segunda es que las capas del terreno superpuestas, por lo tanto, históricamente cada vez más antiguas, contienen esqueletos que varían de manera gradual desde la forma más reciente hasta la más arcaica. Parece ser entonces altamente probable que Hipparion sea el ancestro real de Equus Caballus. El mismo razonamiento se aplica sin duda a la especie humana y a sus razas. Pero cuando pasamos de los hechos biológicos a los hechos de la cultura, las cosas se complican singularmente. Podemos reunir en el suelo objetos materiales y constatar que, según la profundidad de las capas geológicas, la forma o la técnica de fabricación de cierto tipo de objetos varía progresivamente. Y, sin embargo, un hacha no da lugar físicamente a un hacha, como ocurre con los animales. Decir en este último caso, que un hacha evoluciona a partir de otra, constituye entonces una fórmula metafórica y aproximativa, desprovista del rigor científico que se concede a la expresión similar aplicada a los fenómenos biológicos. Lo que es cierto de los objetos materiales cuya presencia física está testificada en el suelo por épocas determinables, lo es todavía más para las instituciones, las creencias y los gustos, cuyo pasado nos es generalmente desconocido. La noción de evolución biológica corresponde a una hipótesis dotada de uno de los más altos coeficientes de probabilidad que pueden encontrarse en el ámbito de las ciencias naturales, mientras que la noción de evolución social o cultural no aporta, más que a lo sumo, un procedimiento seductor, aunque peligrosamente cómodo de presentación de los hechos.

Además, la diferencia, olvidada con demasiada frecuencia, entre el verdadero y el falso evolucionismo se explica por sus fechas de aparición respectivas. No hay duda de que el evolucionismo sociológico debía recibir un impulso vigoroso por parte del evolucionismo biológico, pero éste le precede en los hechos. Sin remontarse a las antiguas concepciones retomadas por Pascal, que asemeja la humanidad a un ser vivo pasando por los estados sucesivos de la infancia, la adolescencia y la madurez, en el siglo XVIII se ven florecer los esquemas fundamentales que serán seguidamente, el objeto de tantas manipulaciones: las «espirales» de Vico, sus «tres edades» anunciando los «tres estados» de Comte y la «escalera» de Condorcet. Los dos fundadores del evolucionismo social, Spencer y Tylor, elaboran y publican su doctrina antes de El Origen de las Especies, o sin haber leído esta obra. Anterior al evolucionismo biológico, teoría científica, el evolucionismo social no es, sino muy frecuentemente, más que el maquillaje falsamente científico de un viejo problema filosófico, del que no es en absoluto cierto que la observación y la inducción puedan proporcionar la clave un día.

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Culturas arcaicas y culturas primitivas

Hemos sugerido que cada sociedad puede, desde su punto de vista, dividir las culturas en tres categorías: las que son contemporáneas, pero se encuentran situadas en otro lugar del globo, las que se han manifestado aproximadamente en el mismo espacio, pero han sido anteriores en el tiempo y finalmente, las que han existido a la vez en un tiempo anterior al suyo y en un espacio distinto del que ocupa esta sociedad.

Hemos visto que el conocimiento de estos tres grupos es muy desigual. En el último de los casos y cuando se trata de culturas sin estructura, sin arquitectura y con técnicas muy rudimentarias (como es el caso de la mitad de la tierra habitada y del 90 al 99%, según las regiones, del lapso de tiempo transcurrido desde el comienzo de la civilización), se puede decir que no sabemos nada y que todo lo que uno intenta imaginarse a este respecto se reduce a hipótesis gratuitas.

Sin embargo, es enormemente tentador querer establecer entre las culturas del primer grupo, relaciones equivalentes a un orden de sucesión en el tiempo. ¿Cómo no evocarían las sociedades contemporáneas que han desconocido la electricidad y la máquina de vapor, la fase correspondiente al desarrollo de la civilización occidental? ¿Cómo no comparar las tribus indígenas sin escritura y sin metalurgia, que han trazado figuras en las paredes rocosas y han fabricado herramientas con las formas arcaicas de esta misma civilización, cuyos vestigios hallados en las grutas de Francia y España testifican la similitud? Aquí es donde, sobre todo, el falso evolucionismo ha tomado rienda suelta. Y, sin embargo, este juego seductor al que nos abandonamos casi irresistiblemente siempre que tenemos ocasión, es extraordinariamente pernicioso. (¿No se complace el viajero occidental en encontrar la «edad media» en Oriente, el «siglo de Luis XIV» en el Pekín anterior a la segunda guerra mundial, la «edad de piedra» entre los indígenas de Australia o Nueva Guinea?). De las civilizaciones desaparecidas no conocemos más que ciertos aspectos, y éstos son menos numerosos cuando la civilización que se considera es más antigua, puesto que los aspectos conocidos son solamente aquellos que han podido sobrevivir a la destrucción del tiempo. Luego el procedimiento consiste en tomar la parte por el todo, en concluir, del hecho de que ciertos aspectos de dos civilizaciones (una actual, la otra desaparecida) ofrecen parecidos, en la analogía de todos los aspectos. Ahora bien, no solamente este modo de razonar es lógicamente insostenible, sino que en un buen número de casos está desmentido por los hechos.

Hasta una época relativamente reciente, los Tasmanios y los Patagones poseían instrumentos de piedra tallada, y ciertas tribus australianas y americanas los fabrican todavía. Pero el estudio de estos instrumentos nos ayuda muy poco a comprender el uso de las herramientas en la época paleolítica. ¿Cómo se utilizaban los famosos «puñetazos» cuya utilización debía ser sin embargo tan precisa, que su forma y su técnica de fabricación han quedado normalizadas de forma fija durante cien o doscientos mil años, sobre un territorio que se extiende desde Inglaterra a África del Sur y desde Francia a China? ¿Para qué servían las extraordinarias piezas levalosianas, triangulares y planas, que encontramos a cientos en los yacimientos y que ninguna hipótesis consigue explicar? ¿Cuál podía ser la tecnología de las culturas tardenosianas que han dejado tras de sí un número increíble de minúsculos trocitos de piedra tallada, con formas geométricas infinitamente diversificadas, tan poco útiles para la escala de la mano humana? Todas estas incógnitas demuestran que entre las sociedades paleolíticas y determinadas sociedades indígenas contemporáneas, siempre existe una similitud: todas se servían de instrumentos de piedra tallada. Pero incluso en el plan tecnológico es difícil ir más lejos: el uso del material, los tipos de instrumentos y por tanto sus destinos, eran diferentes y a este respecto, unos nos enseñan poco sobre los otros. Entonces, ¿cómo podrían instruirnos sobre la lengua, las instituciones sociales y las creencias religiosas?

Una de las interpretaciones más populares que inspira el evolucionismo cultural trata de las pinturas rupestres que nos han dejado las sociedades del paleolítico medio como figuraciones mágicas vinculadas a los ritos de la caza. El recorrido del razonamiento es el siguiente: las actuales poblaciones primitivas tienen ritos de caza, que a menudo se nos presentan desprovistos de utilidad; las pinturas rupestres prehistóricas, tanto por su número como por su situación en lo más profundo de las grutas, nos parecen inútiles; sus autores eran cazadores: consiguientemente servían como ritos de caza. Es suficiente enunciar este argumento implícitamente para apreciar la inconsecuencia. Por lo demás, sobre todo entre los especialistas, es el que circula, porque los etnógrafos que tienen la experiencia de que estas poblaciones primitivas están muy naturalmente «dispuestas» al canibalismo pseudo-científico poco respetuoso para la integridad de las culturas humanas, están de acuerdo en decir que nada de los hechos observados, permite formular una hipótesis al azar sobre los documentos en cuestión. Y como aquí hablamos de pinturas rupestres, subrayaremos que a excepción de las pinturas rupestres sudafricanas (que algunos consideran la obra de indígenas recientes), las artes «primitivas» están tan distantes del arte magdaleniense y aurignaciano como del arte europeo contemporáneo, ya que estas artes se caracterizan por un alto grado de estilización que alcanza las deformaciones más extremas, mientras que el arte prehistórico ofrece un realismo sobrecogedor. Uno podría estar tentado de ver en este último retraso el origen del arte europeo, pero sería inexacto pues en el mismo territorio, el arte paleolítico ha seguido otras formas que no tenían el mismo carácter. La continuidad del emplazamiento geográfico no cambia nada el hecho de que sobre el mismo suelo se hayan sucedido poblaciones diferentes, ignorantes o despreocupadas de la obra de sus predecesores, y trayendo cada una consigo creencias, técnicas y estilos opuestos.

Por el estado de sus civilizaciones, la América precolombina evoca la víspera del descubrimiento, el periodo neolítico europeo. Sin embargo, esta asunción ya no resiste el examen: en Europa la agricultura y la domesticación de animales van a la par, mientras que en América un desarrollo excepcionalmente promovido de la primera se acompaña de una casi total ignorancia (o, en todo caso, de una extrema limitación) de la segunda. En América, el utensilio lítico se perpetúa en una economía agrícola que en Europa se asocia al inicio de la metalurgia.

Es inútil multiplicar los ejemplos porque las tentativas de conocer la riqueza y las características de las culturas humanas, y de reducirlas al estado de réplicas desigualmente retrasadas de la civilización occidental, tropiezan con otra dificultad que es mucho más profunda: en general (y hecha la excepción de América, a la que volveremos), todas las sociedades humanas tienen tras ellas un pasado con la misma escala de valores aproximadamente. Para considerar ciertas sociedades como «etapas» del desarrollo de otras determinadas, habrá que admitir que, cuando en estas últimas pasaba algo, en aquellas no pasaba nada —o muy pocas cosas. De hecho, hablamos con naturalidad de los «pueblos sin historia» (para criticar quizá a los que son más felices). Esta fórmula elíptica sólo significa que la historia es y quedará desconocida, pero no que no exista. Durante decenas y hasta cientos de miles de años, allá lejos también ha habido hombres que han amado, odiado, sufrido, inventado y combatido. En verdad no existen pueblos infantiles; todos son adultos. Incluso aquellos que no han conservado el diario de su infancia y su adolescencia.

Sin duda podríamos decir que las sociedades humanas han utilizado desigualmente un tiempo pasado que, para algunas, incluso habría sido tiempo perdido; que unas trabajaban por cuatro mientras que otras vagaban a lo largo del camino. Así llegaríamos a distinguir entre dos clases de historias: una historia progresiva, adquisitiva, que acumula los hallazgos y las invenciones, y otra historia quizá igualmente activa y que utiliza los mismos talentos, pero que carecería del don sintético, que es el privilegio de la primera. Cada innovación, en lugar de añadirse a las anteriores orientadas en el mismo sentido, se disolvería en una especie de flujo ondulante que nunca llegaría a separarse por mucho tiempo de la dirección primitiva.

Esta concepción nos parece mucho más flexible y matizada que los pareceres simplistas a los que hemos hecho justicia en párrafos precedentes. Le podemos hacer un sitio en nuestro ensayo de interpretación de la diversidad de culturas, sin faltar a la justicia con ninguna. Pero antes de llegar ahí, hay que examinar varias cuestiones.

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La idea del progreso

Primero debemos considerar las culturas que pertenecen al primero de los grupos que hemos diferenciado: aquellas que han precedido históricamente a la cultura —sea cual fuere— en cuyo punto de vista nos situamos. La posición de éstas es mucho más complicada que en los casos considerados con anterioridad, puesto que la hipótesis de una evolución que parece tan cierta y frágil cuando se utiliza para jerarquizar a las sociedades contemporáneas distanciadas en el espacio, parece aquí difícilmente rebatible e incluso directamente testificada por los hechos. Sabemos, por el testimonio concordante de la arqueología, la prehistoria y la paleontología, que la Europa actual estuvo habitada al principio por diversas especies del género Homo que utilizaban herramientas de sílex groseramente talladas; que a estas primeras culturas han sucedido otras, en las que la talla de la piedra se afina; después se acompañan del pulido y del trabajo del hueso y del marfil; que la cerámica, el tejido, la agricultura y el ganado siguieron en su aparición, asociados progresivamente a la metalurgia, de la que también podemos distinguir las etapas. Estas formas sucesivas se ordenan pues en el sentido de una evolución y de un progreso: unas son superiores y las otras inferiores. Pero si todo esto es cierto, ¿cómo es que estas distinciones no han reaccionado inevitablemente ante la manera en que tratamos las formas contemporáneas, sino presentando entre ellas separaciones análogas? Nuestras conclusiones corren el riesgo de estar en tela de juicio por este nuevo giro.

Los progresos realizados por la humanidad desde sus orígenes son tan manifiestos y tan obvios que toda tentativa de discutirlos se reduciría a un ejercicio de retórica. Y, no obstante, no resulta fácil imaginarlos ordenados en una serie regular y continua. Hace unos cincuenta años, los sabios utilizaban para presentarlos esquemas de una simplicidad admirable: la edad de la piedra tallada, la edad de la piedra pulida y las edades del cuero, del bronce y del hierro. Todo esto es demasiado cómodo. Hoy sospechamos que el pulido y la talla de la piedra han existido conjuntamente. El que la segunda técnica eclipse completamente a la primera, no es como resultado de un progreso técnico que brota espontáneamente de la etapa anterior, sino de una tentativa de copiar, en piedra, las armas y los utensilios de metal que poseían las civilizaciones más «avanzadas», pero de hecho contemporáneas a sus imitadoras. De manera inversa, la cerámica, que la creíamos propia de la «edad de la piedra pulida», está asociada a la talla de la piedra en determinadas regiones del norte de Europa.

Por no considerar más que el periodo de la piedra tallada, o paleolítico, se pensaba ya hace algunos años, que las distintas formas de esta técnica —que caracterizan respectivamente a las industrias «de núcleos», industrias «de fragmentos» e industrias «de láminas»— correspondían a un progreso histórico en tres etapas que se han denominado paleolítico inferior, paleolítico medio y paleolítico superior. Hoy admitimos que estas tres formas han coexistido constituyendo, no etapas de un progreso en un sentido único, sino aspectos o, como hemos dicho, «semblantes» de una realidad dudosamente estática; aunque sometida a variaciones y transformaciones muy complejas. Efectivamente, el Levalosiano que ya hemos citado y cuyo florecimiento se sitúa entre el 250 y 70 milenio antes de la era cristiana, alcanzó una perfección en la técnica de la talla que casi no se volverá a encontrar más que al final del neolítico, de doscientos cuarenta y cinco a sesenta y cinco mil años más tarde, y que tendríamos mucha dificultad en reproducir hoy.

Todo lo que es cierto de las culturas lo es también del plano de las razas sin que podamos establecer (en razón de escalas de valores distintas) ninguna correlación entre los dos procesos. En Europa, el hombre de Neanderthal no ha precedido a las formas más antiguas de Homo sapiens; éstas últimas han sido contemporáneas, quizá hasta sus antecesores. Y no se excluye que los tipos más variables de homínidos hayan coexistido en el tiempo cuando no en el espacio: «pigmeos» de África del Sur, «gigantes» de China e Indonesia, etc.

De nuevo, nada de esto pretende negar la realidad de un progreso de la humanidad, sino invitarnos a concebirlo con más prudencia. El avance de los conocimientos prehistóricos y arqueológicos tiende a graduar en el espacio las formas de civilización que tendíamos a imaginar como escalonadas en el tiempo. Esto significa dos cosas: en primer lugar, que el progreso (si este término procede aún para designar una realidad muy diferente a la que habíamos aplicado en un principio) no es ni necesario ni continuo; procede a saltos, a brincos, o como dirían los biólogos, mediante mutaciones. Estos saltos y brincos no consisten en avanzar siempre en la misma dirección; vienen acompañados de cambios de orientación, un poco como el caballo del ajedrez, que tiene siempre a su disposición varias progresiones, pero nunca en el mismo sentido. La humanidad en progreso no se parece en absoluto a una persona que trepa una escalera e imprime con cada movimiento, un ritmo nuevo a todos aquellos con los que ha logrado conquistas. La humanidad evoca más bien al jugador cuya suerte está repartida entre varios dados, y que cada vez que los tira, los ve esparcirse por el tapete dando muchos resultados diferentes. Lo que ganamos con uno, estamos siempre expuestos a perderlo con otro. Sólo de vez en cuando la historia es acumulativa, es decir, que los resultados se suman para formar una combinación favorable.

Que la historia acumulativa no tenga el privilegio de una civilización o de un periodo de la historia, lo demuestra el ejemplo de América de manera convincente. Este inmenso continente ve llegar al hombre, sin duda en pequeños grupos de nómadas pasando el estrecho de Bering gracias a las últimas glaciaciones, en una fecha que no sería muy anterior al milenio 20. En veinte o veinticinco mil años, estos hombres consiguen una de las más asombrosas demostraciones de la historia acumulativa que han ocurrido en el mundo: explotar de arriba abajo los recursos dé un medio natural nuevo; dominar (junto a ciertas especies animales) las más variadas especies vegetales para su alimento, sus remedios y sus venenos, y —hecho inusual en otras partes— producir sustancias venenosas como la manioca desempeñando la función de alimento base, u otras, como estimulante o anestésico; coleccionar ciertos venenos o estupefacientes en función de especies animales sobre las cuales, cada uno de ellos ejerce una acción electiva; desarrollar ciertas industrias como la textil, la cerámica y el trabajo de los metales preciosos hasta su perfección. Para apreciar esta inmensa obra, basta con medir la aportación de América a las civilizaciones del Antiguo Mundo. En primer lugar, la patata, el caucho, el tabaco y la coca (base de la moderna anestesia) que, con nombres sin duda diversos, constituyen cuatro pilares de la cultura occidental. El maíz y el cacahuete que debían revolucionar la economía africana antes quizá de generalizarse en el régimen alimentario europeo. Después el cacao, la vainilla, el tomate, la pina, el pimiento, varias especies de judías, algodones y cucurbitáceas. En fin, el cero, base de la aritmética e indirectamente de las matemáticas modernas, era concebido y utilizado por los Mayas por lo menos medio milenio antes de su descubrimiento por los sabios indios, de quienes Europa lo ha recibido por mediación de los árabes. Por esta razón, quizá su calendario era, en la misma época, más exacto que el del Antiguo Mundo. La cuestión de saber si el régimen político de los Incas era socialista o totalitario ya ha dejado correr mucha tinta. De todas maneras, sobresalían las formas más modernas e iba muchos siglos por delante de fenómenos del mismo tipo. El curare, que ha vuelto a ser objeto de atención recientemente, nos recordaría si fuera necesario, que los conocimientos científicos de los indígenas americanos aplicados a tantas sustancias vegetales no empleadas en el resto del mundo pueden todavía proporcionar a éste importantes aportaciones.

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Historia estacionaria e historia acumulativa

La discusión del ejemplo americano que precede debe invitarnos a seguir nuestra reflexión sobre la diferencia entre «historia estacionaria» e «historia acumulativa». Si hemos concedido a América el privilegio de la historia acumulativa, ¿no es, en efecto, porque solamente le reconocemos la paternidad de cierto número de aportaciones que les hemos tomado prestadas o que se parecen a las nuestras? Pero ¿cuál sería nuestra posición, en presencia de una civilización que sintiera apego por desarrollar valores propios y que ninguno fuera capaz de interesar a la civilización del observador? ¿No llevaría esto a calificar a esta civilización de estacionaria? En otras palabras, la distinción entre las dos formas de historia, ¿depende de la naturaleza intrínseca de las culturas a las que se aplica, o no resulta de la perspectiva etnocéntrica en la cual nos situamos siempre nosotros para evaluar una cultura diferente? De ese modo, nosotros consideraríamos como acumulativa toda cultura que se desarrollara en un sentido análogo a la nuestra, o sea, cuyo desarrollo tuviera significado para nosotros. Mientras que las otras culturas nos resultarían estacionarias, no necesariamente porque lo sean, sino porque su línea de desarrollo no significa nada para nosotros; no es ajustable a los términos del sistema de referencia que nosotros utilizamos.

Que tal es el caso, resulta de un examen incluso somero, de las condiciones en que nosotros aplicamos la distinción entre las dos historias: no con el fin de caracterizar sociedades diferentes a la nuestra, sino su interior mismo. La aplicación es más frecuente de lo que creemos. Las personas de edad consideran generalmente estacionaria la historia que transcurre en su vejez, en oposición a la historia acumulativa de la que en sus años jóvenes han sido testigos. Una época en la que ya no están activamente comprometidos, o ya no realizan una labor, deja de tener sentido para ellos: allí no ocurre nada, o lo que ocurre no ofrece a sus ojos más que caracteres negativos. Por otro lado, sus nietos viven este periodo con todo el fervor que sus antecesores han olvidado. Los adversarios de un régimen político no reconocen con facilidad que éste evoluciona; lo condenan en bloque, lo expulsan fuera de la historia, como una especie de entreacto monstruoso al final del cual sólo se reanuda la vida. Otra muy distinta es la concepción de los partidarios y tanto más, digámoslo, cuanto que participan estrechamente y en un rango elevado, del funcionamiento del aparato. La historicidad, o para decirlo exactamente, la riqueza en acontecimientos de una cultura o de un proceso cultural, no dependen entonces de sus propiedades intrínsecas sino de la situación en la que nosotros nos encontramos en relación a ellas, del número y de la diversidad de nuestros intereses en juego con los suyos.

La oposición entre culturas progresivas y culturas inertes parece pues resultar, primero, de una diferencia de localización. Para el observador que con un microscopio ha «enfocado» a cierta distancia medida con el objetivo y siendo la diferencia de algunas centésimas de milímetros solamente, los cuerpos situados a uno y otro lado aparecen confusos y mezclados o incluso ni aparecen: se ve a través. Otra comparación permitirá descubrir la misma ilusión. Es la que empleamos para explicar los primeros elementos de la teoría de la relatividad. Con el fin de demostrar que la dimensión y la velocidad de desplazamiento de los cuerpos no son valores absolutos sino funciones de la posición del observador, se hace ver que, para un viajero sentado junto a la ventana de un tren, la velocidad y longitud de otros trenes varían según se desplacen en el mismo sentido o en sentido opuesto. Ahora bien, todo miembro de una cultura es tan estrechamente solidario con ella como este viajero ideal lo es con su tren, puesto que desde nuestro nacimiento, el medio ambiente hace penetrar en nosotros de muchos modos conscientes e inconscientes, un complejo sistema de referencia consistente en juicios de valor, motivaciones y puntos de interés, donde se comprende la visión reflexiva que nos impone la educación del devenir histórico de nuestra civilización, sin la cual, ésta llegaría a ser impensable o aparecería en contradicción con las conductas reales. Nosotros nos movemos literalmente con este sistema de referencias, y las realidades culturales del exterior no son observables más que a través de las deformaciones que el sistema le impone, cuando no nos adentra más en la imposibilidad de percibir lo que es.

En gran medida, la distinción entre las «culturas que se mueven» y las «culturas que no se mueven» se explica por la misma diferencia de posición que hace que, para nuestro viajero, un tren en movimiento se mueva o no se mueva. Ciertamente, a pesar de una diferencia cuya importancia aparecerá plenamente el día —del que ya podemos entrever la lejana venida— que busquemos formular una teoría de la relatividad generalizada en otro sentido que el de Einstein; queremos decir que se aplique a la vez a las ciencias físicas y a las ciencias sociales: tanto en unas como en otras, todo parece ocurrir de manera simétrica pero inversa. Para el observador del mundo físico (como lo demuestra el ejemplo del viajero), los sistemas que evolucionan en el mismo sentido que el suyo parecen inmóviles, mientras que los más rápidos son aquellos que evolucionan en sentidos distintos. Ocurre lo contrario con las culturas puesto que nos parecen mucho más activas al moverse en el sentido de la nuestra, y estacionarias cuando su orientación diverge. Pero en el caso de las ciencias del hombre, el factor velocidad no tiene más que un valor metafórico. Para hacer la comparación válida, hay que reemplazarlo por el de la información y significado. Pero nosotros sabemos que es posible acumular mucha más información sobre un tren que se mueve paralelamente al nuestro y a una velocidad similar (como examinar la cara de los viajeros, contarlos, etc.), que sobre un tren que nos adelanta o que adelantamos a muchísima velocidad, o que nos parece mucho más corto al circular en otra dirección. Como mucho, el tren pasa tan deprisa que sólo conservamos una impresión confusa donde los mismos signos de velocidad están ausentes; eso ya no es un tren, ya no significa nada. Luego parece haber una relación entre la noción física del movimiento aparente y otra noción que depende de la física, de la psicología y de la sociología: la cantidad de información susceptible de «pasar» entre dos individuos o grupos, en función de la mayor o menor diversidad de sus respectivas culturas.

Cada vez que nos inclinamos a calificar una cultura humana de inerte o estacionaria, debemos preguntarnos si este inmovilismo aparente no resulta de la ignorancia que tenemos de sus verdaderos intereses, conscientes o inconscientes, y si teniendo criterios diferentes a los nuestros, esta cultura no es para nosotros víctima de la misma ilusión. Dicho con otras palabras, nos encontraríamos una a la otra desprovistas de interés simplemente porque no nos parecemos.

La civilización occidental se ha orientado enteramente, desde hace dos o tres siglos, a poner a disposición del hombre medios mecánicos cada vez más poderosos. Si se adopta este criterio, haremos de la cantidad de energía disponible por habitante, la expresión de más o menos desarrollo de las sociedades humanas. La civilización occidental con forma norteamericana ocupará el primer sitio, le seguirán las sociedades europeas, llevando a remolque una masa de sociedades asiáticas y africanas que rápidamente se volverán iguales. Pero estos centenares hasta miles de sociedades que llamamos «insuficientemente desarrolladas» y «primitivas», que se fusionaron en un conjunto confuso al considerarlas bajo el aspecto que acabamos de citar (y que no es en absoluto adecuado para calificarlas, porque esta línea de desarrollo o les falta, u ocupa en ellas un lugar muy secundario), se sitúan en las antípodas unas de otras. Así, según el punto de vista elegido, llegaríamos a diferentes clasificaciones.

Si el criterio seguido hubiera sido el grado de aptitud para triunfar en los medios geográficos más hostiles, no hay ninguna duda de que los esquimales por un lado y los beduinos por el otro, se llevarían la palma. La India ha sabido mejor que ninguna otra civilización, elaborar un sistema filosófico-religioso, y China un género de vida, capaz de reducir las consecuencias psicológicas de un desequilibrio demográfico. Hace ya trece siglos, el Islam formuló una teoría de la solidaridad de todas las formas de la vida humana: técnica, económica, social y espiritual, que occidente no hallaría sino muy recientemente, con ciertos aspectos del pensamiento marxista y del nacimiento de la etnología moderna. Se sabe el lugar preeminente que esta visión profética ha permitido ocupar a los árabes en la vida intelectual de la Edad Media. Occidente, maestro de las máquinas, atestigua conocimientos muy elementales sobre la utilización y recursos de esta máquina suprema que es el cuerpo humano. Por el contrario, en este ámbito, como en este otro conexo de las relaciones entre la física y la moral, Oriente y el Extremo Oriente poseen un avance de varios milenios. Ellos han producido estos vastos conjuntos teóricos y prácticos que son el yoga de la India, las técnicas de aliento chinas o la gimnasia visceral de los antiguos maorís. La agricultura sin tierra, desde hace poco a la orden del día, fue practicada durante varios siglos por determinados pueblos polinesios que también hubieran podido enseñar al mundo el arte de la navegación, y que lo han modificado profundamente, en el siglo XVIII, revelándole un tipo de vida social y moral más libre y generosa de lo que se conocía.

En lo que concierne a la organización de la familia y a la armonización de las relaciones entre grupo familiar y grupo social, los australianos, rezagados en el plan económico, ocupan un lugar tan avanzado en comparación con el resto de la humanidad, que, para comprender los sistemas de reglas elaborados por ellos de manera consciente y reflexiva, es necesario recurrir a las formas más sofisticadas de las matemáticas modernas. Ellos son los que verdaderamente han descubierto que los lazos del matrimonio forman el cañamazo en el que las otras instituciones sociales no son más que bordados, ya que incluso en las sociedades modernas donde el papel de la familia tiende a restringirse, la intensidad de los lazos familiares no es menor. Esta intensidad solamente se amortigua en los límites de un círculo más estrecho, al cual vienen a relevarla en seguida otros lazos interesantes para otras familias. La articulación de las familias por medio de matrimonios cruzados puede conducir a la formación de grandes bisagras que mantienen todo el edificio social y que le proporcionan su elasticidad. Con admirable lucidez, los australianos han elaborado la teoría de este mecanismo y han inventariado los principales métodos que permiten realizarlo, con las ventajas e inconvenientes que conllevan cada uno. De este modo, han superado el plan de observación empírica para elevarse al conocimiento de leyes matemáticas que rigen el sistema. Tanto es así, que no es en absoluto exagerado ver en ellos no sólo a los fundadores de toda la sociología general, sino también a los verdaderos introductores de la medida en las ciencias sociales.

La riqueza y la audacia de la invención estética de los melanesios y su talento para integrar en la vida social los productos más oscuros de la actividad inconsciente de la mente, constituyen una de las cumbres más altas que los hombres hayan alcanzado en estas direcciones. La aportación de África es más compleja y también más oscura, porque solamente en fecha reciente se ha comenzado a sospechar la importancia de su tarea como melting pot cultural del Antiguo Mundo: lugar donde todas las influencias vienen a fundirse para repartirse o quedar reservadas, pero siempre transformadas en sentidos nuevos. La civilización egipcia, cuya importancia para la humanidad es sabida, sólo es inteligible como una obra común de Asia y África y los grandes sistemas políticos de la antigua África. Sus construcciones jurídicas, sus doctrinas filosóficas ocultas por mucho tiempo a los occidentales, sus artes plásticas y su música, que exploran metódicamente todas las posibilidades ofrecidas por cada medio de expresión, son muchos indicios de un pasado extraordinariamente fértil. Además, está directamente testificado por la perfección de antiguas técnicas del bronce y del marfil, que sobrepasan con mucho todo lo que Occidente practicaba en estos campos en la misma época. Ya hemos evocado la aportación americana; es inútil volver a ella ahora.

Además, no son en absoluto en estas aportaciones fragmentadas donde debe fijarse la atención, porque cabría el riesgo de darnos una idea doblemente falsa de una civilización mundial hecha como el traje de un arlequín. Ya hemos tenido bastante en cuenta todas las propiedades: la fenicia para la escritura; la china para el papel, la pólvora y la brújula; la india para el vidrio y el acero… Estos elementos son menos importantes que la manera de agruparlos, retenerlos o excluirlos de cada cultura. Y lo característico de cada una de ellas reside básicamente en su manera particular de resolver los problemas, de poner en perspectiva los valores, que son aproximadamente los mismos para todos los hombres, porque todos los hombres sin excepción poseen un lenguaje, unas técnicas, un arte, unos conocimientos de tipo científico, unas creencias religiosas y una organización social, económica y política. Pero esta dosificación no es nunca exactamente la misma para cada cultura, y la etnología moderna se acerca más a descifrar los orígenes secretos de estas opciones, más que elaborar un inventario de trazos inconexos.

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El lugar de la civilización occidental

Quizá se formulen objeciones contra tal argumento debido a su carácter teórico. Nosotros diríamos que, en el plano de una lógica abstracta, es posible que ninguna cultura sea capaz de emitir un juicio verdadero sobre otra, puesto que una cultura no puede evadirse de ella misma sin que su apreciación quede, por consiguiente, presa de un relativismo sin apelación. Pero miren a su alrededor, estén atentos a lo que pasa en el mundo hace un siglo y todas sus especulaciones se vendrán abajo.

Lejos de permanecer encerradas en ellas mismas, todas las civilizaciones reconocen una tras otra, la superioridad de una entre ellas, que es la civilización occidental. ¿No vemos cómo el mundo entero toma prestado progresivamente de ella sus técnicas, su género de vida, su modo de entretenerse e incluso su modo de vestir? Igual que probaba Diógenes el movimiento en marcha, es la marcha misma de las culturas humanas la que desde las vastas civilizaciones de Asia hasta las tribus perdidas de la jungla brasileña o africana, prueban, por adhesión unánime sin precedente en la historia, que una de las formas de civilización humana es superior a todas las demás: lo que los países «poco desarrollados» reprochan a los otros en las asambleas internacionales, no es que los occidentalicen, sino no darles con bastante rapidez los medios de occidentalizarse.

Llegamos al punto más sensible de nuestro debate; no serviría de nada querer defender lo propio de las culturas humanas contra ellas mismas. Además: es dificilísimo para el etnólogo aportar un juicio justo de un fenómeno como la universalización de la civilización occidental, y ello por varias razones. Primero, la existencia de una civilización mundial es un hecho probablemente único en la historia, o cuyos precedentes habría que buscarlos en una prehistoria lejana, de la cual no sabemos casi nada. Seguidamente, reina una gran incertidumbre por la consistencia del fenómeno en cuestión. De hecho, ocurre que, desde hace un siglo y medio, la civilización occidental tiende a expandirse en el mundo en su totalidad, o en algunos de sus elementos clave como la industrialización, y que en la medida en que otras culturas buscan preservar cualquier cosa de su herencia tradicional, esta tentativa se reduce generalmente a las superestructuras, o sea, a los aspectos más frágiles, que se supone serán barridos por las profundas transformaciones que culminen. Pero el fenómeno sigue su curso y nosotros aún no conocemos el resultado. ¿Acabará con una occidentalización total del mundo con las variantes rusa o americana? ¿Aparecerán fórmulas sincréticas, tal y como percibimos esa posibilidad para el mundo islámico, India y China? ¿O bien el movimiento de flujo toca ya a su fin y va a reabsorberse, estando el mundo occidental próximo a sucumbir como esos monstruos prehistóricos, a una expansión física, incompatible con los mecanismos internos que le aseguran su existencia? Teniendo en cuenta todas estas reservas, llegaremos a evaluar el proceso que tiene lugar ante nuestros ojos, del cual somos consciente o inconscientemente, los agentes, los auxiliares o las víctimas.

Comenzaremos por comentar que esta adhesión al género de vida occidental o a ciertos aspectos suyos, está muy lejos de ser lo espontánea que a los occidentales les gustaría creer. No es tanto el resultado de una decisión libre, como la ausencia de elección. La civilización occidental ha establecido sus soldados, sus factorías, sus plantaciones y sus misioneros en el mundo entero; ha intervenido directa o indirectamente en la vida de las poblaciones de color; ha cambiado de arriba abajo su modo tradicional de existencia, bien imponiendo el suyo o instaurando condiciones que engendrarían el hundimiento de los cuadros existentes sin reemplazarlos por otra cosa. Los pueblos sojuzgados o desorganizados no podían más que aceptar las soluciones de reemplazo que se les ofrecía, o si no estaban dispuestos, esperar a unirse lo suficiente para estar en condiciones de combatirles en el mismo terreno. Con la ausencia de esta desigualdad, por lo que a sus fuerzas se refiere, las sociedades no se entregan tan fácilmente. Su Weltanschauung está más cerca de la de las tribus pobres de Brasil oriental, donde el etnógrafo Curt Nimuendaju había sabido hacerse adoptar, y por quien los indígenas sollozaban de compasión por la idea de los sufrimientos que debía haber soportado, cada vez que volvía con ellos después de una estancia en los núcleos civilizados, lejos del único sitio —su pueblo— donde ellos juzgaban que la vida valía la pena vivirse.

De cualquier modo, al formular esta reserva, lo único que hemos hecho es desplazar la cuestión. Si no es el consentimiento lo que funda la superioridad occidental, ¿no es entonces la energía mayor de que dispone, la que precisamente le ha permitido forzar el consentimiento? Ahora llegamos al meollo, ya que esta desigualdad de fuerzas no depende de la subjetividad colectiva, como los hechos de la adhesión que recordábamos hace un momento. Es un fenómeno objetivo que sólo el nombramiento de causas objetivas puede explicar.

No se trata de emprender aquí un estudio de la filosofía de las civilizaciones. Nos puede ocupar varios volúmenes discutir sobre la naturaleza de los valores profesados por la civilización occidental. Nosotros trataremos únicamente los más manifiestos, los que están menos sujetos a controversia. Parece ser que se reducen a dos: por un lado, la civilización occidental, según la expresión de M. Leslie White, procura incrementar continuamente la cantidad de energía disponible por habitante, y por otro, proteger y prolongar la vida humana. En resumidas cuentas, se puede considerar que el segundo aspecto es una modalidad del primero puesto que la cantidad de energía disponible aumenta, en valor absoluto, con la duración y el interés de la existencia individual. Para evitar toda discusión, también se admitirá de entrada que estos caracteres pueden ir acompañados de fenómenos compensatorios que sirvan, de alguna manera, de freno, como las grandes masacres que constituyen las guerras mundiales, y la desigualdad que preside la repartición de la energía disponible entre los individuos y las clases.

Dicho esto, enseguida constataremos que, si la civilización en efecto se ha consagrado a estas tareas con un exclusivismo en el que quizá reside su debilidad, no es ciertamente la única. Todas las sociedades humanas desde los tiempos más remotos han actuado en el mismo sentido, y son las sociedades más lejanas y arcaicas, que nosotros equipararíamos encantados a los pueblos «salvajes» de hoy, las que han culminado los progresos más decisivos en este campo. Actualmente, estos últimos constituyen aún la mayor parte de lo que nosotros denominamos civilización. Nosotros dependemos todavía de los inmensos descubrimientos que han marcado lo que llamamos, sin ninguna exageración, la revolución neolítica: la agricultura, la ganadería, la cerámica, la industria textil… A todas estas «artes de la civilización», nosotros hemos aportado solamente perfeccionamientos desde hace ocho mil o diez mil años.

Es cierto que determinadas personas tienen la molesta tendencia a reservar el privilegio del esfuerzo, de la inteligencia, y de la imaginación a los descubrimientos recientes, mientras que los que la humanidad ha culminado en su periodo «bárbaro» serían producto del azar, y éste no tendría más que como mucho, algún mérito. Esta aberración nos parece muy grave y muy extendida, y está tan profundamente orientada a impedir una visión exacta del intercambio entre las culturas, que nosotros creemos indispensable disiparla por completo.

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Azar y civilización

En los tratados de etnología —y no en pocos— se lee que el hombre debe el conocimiento del fuego al azar de un rayo o al incendio de una maleza; que el descubrimiento de un ave accidentalmente asada en esas condiciones, le reveló la cocción de los alimentos; que la invención de la cerámica resulta del olvido de una bolita de arcilla en la proximidad de un hogar. Se diría que, en un principio, el hombre habría vivido en una especie de edad de oro tecnológica, donde las invenciones se cosechaban con la misma facilidad que las frutas o las flores. Al hombre moderno le serían reservadas las fatigas de la labor y las iluminaciones del genio.

Esta visión infantil proviene de una total ignorancia de la complejidad y diversidad de las operaciones implícitas en las técnicas más elementales. Para fabricar una herramienta tallada eficaz, no basta con golpear contra una piedra hasta que eso salga; nos hemos dado bien cuenta de ello el día que intentamos reproducir los principales tipos de herramientas prehistóricas. Entonces — observando la misma técnica que aún poseían los indígenas— descubrimos la complicación de los procedimientos indispensables que van a veces hasta la fabricación preliminar de verdaderos «aparatos de cortar»: martillos con contrapeso para controlar el impacto y su dirección, dispositivos amortiguadores para evitar que la vibración haga estallar en pedazos el resto del objeto. Se necesita además un vasto conjunto de nociones sobre el origen local, los procedimientos de extracción, la resistencia y la estructura de los materiales utilizados, un entrenamiento muscular apropiado, el conocimiento de la «habilidad manual», etc. En una palabra, una verdadera «liturgia» que corresponde mutatis mutandi a los diversos capítulos de la metalurgia.

De igual manera, los incendios naturales pueden a veces quemar o asar, pero es muy difícil concebir (excepto los casos de fenómenos volcánicos cuya distribución geográfica es limitada) que hagan hervir o cocer al vapor. Ahora bien, estos métodos de cocción no son mucho menos universales que aquéllos, por lo tanto, no hay razón para excluir el acto inventivo que ciertamente se ha requerido para los últimos métodos, cuando se quieren explicar los primeros.

La alfarería ofrece un excelente ejemplo porque una creencia muy extendida, mantiene que no hay nada más simple que horadar un terrón de arcilla y endurecerlo al fuego. Inténtelo. Primero hay que encontrar arcillas apropiadas para la cocción. Pero si para este fin se necesita un gran número de condiciones naturales, ninguna será suficiente porque ninguna arcilla sin mezclar con un cuerpo inerte, elegido en función de sus características particulares, daría después de la cocción un recipiente utilizable. Hay que elaborar las técnicas de modelado que permiten realizar la hazaña de mantener en equilibrio durante un tiempo apreciable y de modificar a la vez, un cuerpo plástico que no se «tiene». En fin, hay que descubrir el combustible concreto, la forma del hogar, el tipo de calor y la duración de la cocción que permiten nacerlo sólido e impermeable, a través de todos los escollos, crujidos, desmoronamientos y deformaciones. Podríamos multiplicar los ejemplos.

Todas estas operaciones son demasiado numerosas y complejas para que el azar pueda tenerlo en cuenta. Cada una de ellas, tomada aisladamente, no significa nada. Sólo su combinación imaginada, deseada, procurada y experimentada puede producir el logro. El azar existe sin duda, pero no da ningún resultado por sí solo. Durante dos mil quinientos años más o menos, el mundo occidental ha conocido la existencia de la electricidad —descubierta sin duda por azar—, pero este azar hubiera quedado estéril si no es por los esfuerzos intencionados y dirigidos por las hipótesis de los Amperio y los Faraday. El azar no ha desempeñado un papel mayor en la invención del arco, el bumerang o la cerbatana, en el nacimiento de la agricultura y la ganadería, como en el descubrimiento de la penicilina —del que se dice por lo demás, que no ha estado ausente. Debemos por lo tanto distinguir con cuidado la transmisión de la técnica de una generación a otra, hecha siempre con una facilidad relativa gracias a la observación y la práctica cotidiana, y a la creación o mejora de las técnicas en el seno de cada generación. Estas técnicas siempre suponen el mismo poder imaginativo y los mismos esfuerzos encaminados por parte de ciertos individuos, sea cual sea la técnica particular que hayamos visto. Las sociedades que llamamos primitivas son más ricas en Pasteur y Palissy que las otras.

Volveremos a encontrarnos con el azar y la posibilidad dentro de poco, pero en otro sitio y con otra función. No los utilizaremos para explicar con desgana el nacimiento de  invenciones ya preparadas, sino para explicar un fenómeno que se sitúa en otro nivel de la realidad: a saber, que pese a una dosis de imaginación, de invención, de esfuerzo creador, que por supuesto, cabe suponer hay más o menos constante a lo largo de la historia de la humanidad, esta combinación no determina mutaciones culturales importantes excepto en determinados periodos o lugares, porque para llegar a este resultado, los factores puramente psicológicos no son suficientes: primero éstos deben encontrarse presentes, con una orientación similar y en un número suficiente de individuos para que el creador sea rápidamente confirmado por un público. Y esta condición depende a su vez de la reunión de un número considerable de otros factores de naturaleza histórica, económica y sociológica.

Para explicar las diferencias en el curso de las civilizaciones, tendríamos que recurrir a conjuntos de causas tan complejas y discontinuas que serían incognoscibles, bien por razones prácticas o incluso por razones teóricas como la aparición, imposible de evitar, de perturbaciones asociadas a las técnicas de observación. Efectivamente, para desenredar una madeja de hebras tan numerosas como apretadas, lo menos que se podría hacer es someter a la sociedad considerada (y también el mundo que la rodea), a un estudio etnográfico global y de cada momento. Sin precisar siquiera la enormidad de la empresa, sabemos que los etnógrafos, que sin embargo trabajan a una escala infinitamente más reducida, están con frecuencia limitados en sus observaciones por cambios sutiles, cuya sola presencia es suficiente para introducirlos en el grupo humano objeto de su estudio. En las sociedades modernas, sabemos también que los polls de opinión pública, uno de los medios más eficaces de sondeo, modifican la orientación de esta opinión por el mismo hecho de su uso, que pone en juego en la población un factor de reflexión sobre ella misma ausente hasta ahora. Esta situación justifica la introducción de la noción de probabilidad en las ciencias sociales, presente desde hace mucho ya en algunas ramas de la física o la termodinámica, por ejemplo. Volveremos a ello. De momento bastará con recordar que la complejidad de los descubrimientos modernos no resulta de una mayor frecuencia o mejor disponibilidad del genio de nuestros contemporáneos. Todo lo contrario, puesto que hemos reconocido que, a través de los siglos, las generaciones, para progresar, sólo tenían necesidad de añadir un ahorro constante al capital legado por las generaciones anteriores. Las nueve décimas partes de nuestra riqueza se deben a ellas, e incluso más, si, al igual que nos hemos entretenido en hacerlo, evaluamos la fecha de aparición de los principales hallazgos con relación a aquella aproximada del comienzo de la civilización. De este modo constatamos que la agricultura nace en el curso de una fase reciente, correspondiente al 2% de este periodo; la metalurgia al 0,7%; el alfabeto al 0,35%; la física galilea al 0,035%, y el darwinismo al 0,009%. La revolución científica e industrial de Occidente se inscribe toda ella en un periodo igual a una semi-milésima más o menos, de la vida pasada de la humanidad. Por lo tanto, hay que mostrarse prudente antes de afirmar que esta revolución está destinada a cambiar totalmente el sentido.

No es menos cierto —y es la expresión definitiva que creemos poder dar a nuestro problema—, que con el intercambio de invenciones técnicas (y de reflexión científica que las hace posibles), la civilización occidental parece más acumulativa que las otras. Que después de haber dispuesto del mismo capital neolítico inicial, ésta haya sabido aportar mejoras (escritura alfabética, aritmética y geometría), algunas de las cuales por lo demás, ha olvidado rápidamente, pero que tras un estancamiento, que en conjunto abarca dos mil o dos mil quinientos años (desde el primer milenio antes de la era cristiana hasta el siglo XVIII aproximadamente), la civilización se revela de repente como el germen de una revolución industrial que por su amplitud, su universalidad y por la importancia de sus consecuencias, sólo la revolución neolítica le había ofrecido un equivalente en otro tiempo. Por consiguiente, dos veces en la historia y con un intervalo de cerca de dos mil años, la humanidad ha sabido acumular una multitud de invenciones orientadas en el mismo sentido. Y este número, por un lado, y esta continuidad por otro, se han concentrado en un lapso de tiempo corto para que se operen grandes síntesis técnicas; síntesis que han supuesto cambios significativos en las relaciones que el hombre tiene con la naturaleza y que, a su vez, han hecho posible otros cambios. La imagen de una reacción en cadena provocada por cuerpos catalizadores permite ilustrar este proceso que, hasta ahora, se ha repetido dos veces y solamente dos, en la historia de la humanidad. ¿Cómo se ha producido esto?

En primer lugar, no hay que olvidar otras revoluciones que, presentando los mismos caracteres acumulativos, han podido desarrollarse en otros lugares y en otros momentos, pero en ámbitos distintos de la actividad humana. Nosotros ya hemos explicado por qué nuestra propia revolución industrial, con la revolución neolítica (que le ha precedido en el tiempo, aunque se debe a las mismas preocupaciones), son las únicas que pueden parecemos tales revoluciones ya que nuestro sistema de referencia permite medirlas. Todos los demás cambios que ciertamente se han producido, aparecen únicamente de forma fragmentada, o profundamente deformados. Para el hombre occidental moderno no pueden tener sentido (en todo caso no todo el sentido); incluso para él pueden ser como si no existieran.

En segundo lugar, el ejemplo de la revolución neolítica (la única que el hombre occidental moderno consigue representarse con bastante claridad), debe inspirarle alguna modestia por la preeminencia que podría estar tentado a reivindicar en beneficio de una raza, una región o un país. La revolución industrial nace en Europa occidental, después aparece en Estados Unidos, después en Japón y en 1917 se acelera en la Unión Soviética; mañana sin duda surgirá en otro sitio. De la mitad de un siglo al otro, arde con un fuego más o menos vivo en uno u otro de sus centros. ¿Qué es de las cuestiones de prioridad, a escala de milenios y de las que nos enorgullecemos tanto?

Hace mil o dos mil años aproximadamente, la revolución neolítica se desencadenó simultáneamente en la cuenca egea, Egipto, el Próximo Oriente, el valle del Indo y China. Después del empleo del carbón radiactivo para la determinación de periodos arqueológicos, sospechamos que el neolítico americano, más antiguo de lo que se creía hasta ahora, no ha debido comenzar mucho más tarde que en el Antiguo Mundo. Probablemente tres o cuatro pequeños valles podrían reclamar en este concurso una prioridad de varios siglos. ¿Qué sabemos hoy? Por otro lado, estamos ciertos de que la cuestión de prioridad no tiene importancia, precisamente porque la simultaneidad en la aparición de los mismos cambios tecnológicos (seguidos de cerca por los cambios sociales), en territorios tan vastos y en regiones tan separadas, demuestran claramente que no se deben al genio de una raza o cultura, sino a condiciones tan generales que se sitúan fuera de la consciencia de los hombres. Luego estamos seguros de que, si la revolución industrial no hubiera aparecido antes en Europa occidental y septentrional, se habría manifestado un día en cualquier otro punto del globo. Y si, como es probable, debe extenderse al conjunto de la tierra habitada, cada cultura introducirá tantas contribuciones particulares, que el historiador de futuros milenios considerará legítimamente fútil la cuestión de saber quién puede, por un siglo o dos, reclamar la prioridad para el conjunto.

Una vez expuesto esto, nos hace falta introducir una nueva limitación si no a la validez, por lo menos al rigor de la distinción entre historia estacionaria e historia acumulativa. No sólo esta distinción es relativa a nuestros intereses, como ya lo hemos señalado, sino que nunca consigue ser clara. En el caso de las invenciones técnicas, es bien cierto que ningún periodo y ninguna cultura son totalmente estacionarias. Todos los pueblos poseen y transforman, mejoran u olvidan técnicas lo bastante complejas como para permitirles dominar su medio, y sin las cuales habrían desaparecido hace mucho tiempo. La diferencia nunca se encuentra entre la historia acumulativa y la historia no acumulativa; toda historia es acumulativa, con diferencias de gradación. Sabemos, por ejemplo, que los antiguos chinos y los esquimales habían desarrollado mucho las técnicas mecánicas, y les ha faltado muy poco para llegar al punto en que «la reacción en cadena» se desata, determinando el paso de un tipo de civilización a otro. Ya conocemos el ejemplo de la pólvora: los chinos habían resuelto, técnicamente hablando, todos los problemas que creaba, excepto el de su uso a la vista de los resultados masivos. Los antiguos mejicanos no desconocían la rueda, como a menudo se dice; la conocían tan bien como para fabricar animales con ruedecillas para los niños. Les hubiera bastado un paso más para atribuirse el carro.

Así las cosas, el problema de la escasez relativa (para cada sistema de referencia) de culturas «más acumulativas» en relación con culturas «menos acumulativas», se reduce a un problema conocido que depende de un cálculo de probabilidades. Es el mismo problema que consiste en determinar la probabilidad relativa de una combinación compleja en relación con otras combinaciones del mismo tipo, pero de menos complejidad. En la ruleta, por ejemplo, una serie de dos números consecutivos (7 y 8, 12 y 13, 30 y 31), es bastante frecuente; una de tres números es ya rara; una de cuatro lo es mucho más. Y de un número increíblemente elevado de intentos, sólo una vez quizá se realizará una serie de seis, siete u ocho números conforme al orden natural de los números. Si fijamos nuestra atención exclusivamente en series largas (por ejemplo, si apostáramos a series de cinco números consecutivos), las series más cortas serían para nosotros equivalentes a series no ordenadas; significa olvidar que ellas no se distinguen de las nuestras más que por el valor de una fracción, y que, consideradas desde otro ángulo, posiblemente presentan también grandes regularidades. Llevemos más lejos aún nuestra comparación. Un jugador que transfiriera todas sus ganancias a series cada vez más largas, podría desanimarse por no ver aparecer jamás en miles o millones de veces la serie de nueve números consecutivos, y pensar que hubiera hecho mejor retirándose antes. No obstante, puede ocurrir que otro jugador, siguiendo la misma fórmula de apuesta, aunque con series de otro tipo (por ejemplo, un cierto ritmo de alternancia entre rojo y negro, o entre par e impar), obtuviera combinaciones significativas cuando el primer jugador no recogía más que desorden. La humanidad no evoluciona en sentido único. Y si en un plano determinado parece estacionaria o hasta regresiva, no quiere decir que, desde otro punto de vista, no sea la sede de importantes transformaciones.

El gran filósofo inglés del siglo XVIII, Hume, se consagró un día a disipar el falso problema que se plantea mucha gente al preguntarse por qué no todas las mujeres son guapas, sino una pequeña minoría. No hay ninguna dificultad en demostrar que la pregunta no tiene el menor sentido. Si todas las mujeres fueran por lo menos tan guapas como la que más, las encontraríamos banales y reservaríamos nuestro calificativo a la pequeña minoría que sobrepasara el modelo común. De igual modo, cuando nos interesamos por cierto tipo de progreso, reservamos el mérito a las culturas que lo realizan en mayor nivel, y nos quedamos indiferentes ante las otras. Por eso el progreso no es más que el máximo de los progresos en el sentido predeterminado por el gusto de cada uno.

9

La colaboración de las culturas

Finalmente, nos hace falta considerar nuestro problema bajo un último aspecto. El jugador del que se ha hablado en párrafos precedentes y que no apostaría más que a las series más largas (de la manera que concibe estas series), tendría todas las probabilidades de arruinarse. No sería lo mismo una coalición de jugadores apostando todos a las mismas series en valor absoluto, aunque en diferentes ruletas, y concediéndose el privilegio de poner en común los resultados favorables de las combinaciones de cada uno; porque si habiendo tirado sólo el 21 y el 22, necesito el 23 para continuar mi serie, hay evidentemente, más posibilidades de que salga de diez mesas que de una sola.

Ahora bien, esta situación se parece mucho a la de otras culturas que han llegado a realizar las formas de historia más acumulativas. Estas formas extremas no han sido nunca el objeto de culturas aisladas, sino más bien el de culturas que combinan voluntaria o involuntariamente sus juegos respectivos y que realizan por medios diversos (migraciones, préstamos, intercambios comerciales, guerras) estas coaliciones cuyo modelo acabamos de imaginarnos. Aquí vemos claramente lo absurdo de declarar una cultura superior a otra, porque en la medida en que estuviera sola, una cultura no podrá ser nunca «superior»; igual que el jugador aislado, la cultura no conseguiría nunca más que pequeñas series de algunos elementos, y las probabilidades de que una serie larga «salga» en su historia (sin estar teóricamente excluida) sería tan pequeña que habría que disponer de un tiempo infinitamente más largo que aquel donde se inscribe el desarrollo total de la humanidad, para esperar verla realizarse. Pero —ya lo hemos dicho antes— ninguna cultura se encuentra sola; siempre viene dada en coalición con otras culturas, lo que permite construir series acumulativas. La probabilidad de que entre estas series aparezca una larga, depende naturalmente de la extensión, de la duración y de la variabilidad del régimen de coalición.

De estos comentarios se derivan dos consecuencias.

A lo largo de este estudio, nos hemos preguntado varias veces cómo es que la comunidad ha quedado estacionaria durante las nueve décimas partes de su historia o incluso más: las primeras civilizaciones tienen de doscientos mil a quinientos mil años, transformándose las condiciones de vida solamente en el curso de los últimos diez mil años. Si nuestro análisis es exacto, no es porque el hombre paleolítico fuera menos inteligente, menos dotado que su sucesor neolítico, sino sencillamente porque la historia humana, una combinación de grado n, ha dispuesto de un tiempo de duración t para que salga; la combinación podría haberse producido mucho antes o mucho después. El hecho no tiene más significado del que tiene el número de veces que un jugador debe esperar para ver producirse una combinación dada: ésta podrá producirse a la primera, a la milésima o a la millonésima vez, o jamás. Pero durante todo este tiempo la humanidad, como el jugador, no deja de especular. Sin quererlo siempre y sin darse cuenta nunca exactamente, la humanidad «organiza hechos» culturales, se lanza a las «operaciones civilización», todas ellas coronadas con un éxito distinto. En cuanto roza el éxito, compromete las adquisiciones anteriores. Las grandes simplificaciones que nuestra ignorancia autoriza de la mayoría de los aspectos de las sociedades prehistóricas permiten ilustrar esta marcha incierta y ramificada, ya que lo más chocante son esas depresiones que conducen del apogeo levalosiano a la mediocridad musteriense, de los esplendores aurignaciano y solutreano, a la rudeza del magdaleniano, y después a los contrastes extremos ofrecidos por los diversos aspectos del mesolítico.

Lo que es cierto en el tiempo no lo es menos en el espacio, pero debe explicarse de otra manera. La posibilidad que tiene una cultura de totalizar este complejo de invenciones de todo orden que nosotros llamamos civilización, está en función del número y diversidad de culturas con las que participa en la elaboración —con mayor frecuencia involuntariamente— de una estrategia común. Y decimos número y diversidad. La comparación entre el Nuevo y el Antiguo Mundo en la víspera del descubrimiento ilustra bien esta doble necesidad.

La Europa del comienzo del Renacimiento era el lugar de encuentro y de fusión de las más diversas influencias: las tradiciones griega, romana, germánica y anglosajona; las influencias árabe y china. La América precolombina no disfrutaba, cualitativamente, de menos contactos culturales puesto que las dos Américas forman juntas un vasto hemisferio. Pero mientras que las culturas que se fecundan mutuamente en el mismo suelo europeo son el producto de una diferenciación vieja de varias decenas de milenios, las de América, cuya población es más reciente, han tenido menos tiempo para divergir; éstas ofrecen un panorama relativamente más homogéneo. Además, aunque no podamos decir que el nivel cultural de Méjico o Perú fuera inferior al de Europa en el momento del descubrimiento (hemos visto también que en ciertos aspectos era superior), los diversos aspectos de la cultura seguramente figuraban allí peor articulados. Junto a logros sorprendentes, las civilizaciones precolombinas tienen muchas lagunas. Tienen, por decirlo de alguna manera, «agujeros». Estas ofrecen también el espectáculo, menos contradictorio de lo que parece, de la coexistencia de formas precoces y de formas abortivas. Su organización poco flexible y débilmente diversificada, explica palpablemente su hundimiento ante un puñado de conquistadores. Y la causa profunda puede buscarse en el hecho de que la «coalición» cultural americana estaba establecida entre los miembros menos diferentes, entre los cuales no estaban los del Antiguo Mundo.

En consecuencia, no hay una sociedad acumulativa en sí y para sí. La historia acumulativa no es la propiedad de ciertas razas o de ciertas culturas que se distinguirían así de las otras. La historia resulta más bien de su conducta que de su naturaleza. Explica cierta modalidad de existencia de las culturas, que no es otra que sus maneras de estar juntas. En este sentido, se puede decir que la historia acumulativa es la forma de la historia característica de estos superorganismos sociales que constituyen los grupos de sociedades, mientras que la historia estacionaria —si existe de verdad— sería la marca de ese género de vida inferior, que es el de las sociedades solitarias.

La exclusiva fatalidad, la única tara que podría afligir a un grupo humano e impedirle realizar plenamente su naturaleza, es la de estar solo.

Observamos así la torpeza y la poca satisfacción para el espíritu en las tentativas para justificar la aportación de razas y de culturas humanas a la civilización. Se enumeran rasgos, se examinan minuciosamente las cuestiones de origen, se conceden prioridades… Por bien intencionadas que sean, estos esfuerzos son fútiles porque carecen de triple objetivo. Primero, el mérito de una invención atribuido a una u otra cultura, no es nunca seguro. Durante un siglo se creyó firmemente que el maíz se había creado a partir del injerto de dos especies salvajes por los indios de América, y se continúa admitiendo provisionalmente, aunque no sin duda creciente, porque podría ocurrir que después de todo, el maíz llegara a América (no se sabe muy bien cuándo ni cómo), originario del sureste de Asia. En segundo lugar, las aportaciones culturales siempre se pueden repartir en dos grupos. Por un lado, tenemos indicios y adquisiciones aisladas cuya importancia es fácil de evaluar, y que ofrecen además un carácter limitado. Que el tabaco venga de América es un hecho, pero después de todo y pese a toda la buena voluntad desplegada a este fin por las instituciones internacionales, no podemos deshacernos de gratitud con los indios americanos cada vez que fumamos un cigarrillo. El tabaco es una añadidura exquisita al arte de vivir, como otras son útiles (por ejemplo, el caucho). Nosotros les debemos los placeres y las comodidades suplementarias, pero si no estuvieran ahí, las raíces de nuestra civilización no se socavarían y en caso de necesidad perentoria, nosotros habríamos sabido encontrarlas o sustituirlas por otra cosa.

En el polo opuesto (naturalmente, con toda una serie de formas intermedias) hay contribuciones que ofrecen un carácter de sistema, es decir, que corresponden a la propia manera que cada sociedad ha elegido expresarse y satisfacer el conjunto de aspiraciones humanas. La originalidad y naturaleza irreemplazables de estos estilos de vida, o como dicen los anglosajones de estos patterns, son innegables, pero como representan tantas elecciones exclusivas, no se percibe bien cómo una civilización podría esperar beneficiarse del estilo de vida de otra, a menos que renuncie a ser ella misma. Efectivamente, las tentativas de compromiso no pueden acabar más que en dos resultados: o bien una desorganización y un hundimiento del pattern de uno de los grupos, o bien una síntesis original, pero que entonces consista en la urgencia de un tercer pattern, el cual se vuelve irreductible comparado con los otros dos. Por otro lado, el problema no consiste en saber si una sociedad puede beneficiarse o no del estilo de vida de sus vecinos, sino en qué medida puede llegar a comprenderlos e incluso a conocerlos. Hemos visto que esta cuestión no comporta ninguna respuesta categórica.

A la postre, no hay contribución sin beneficiario. Pero si existen culturas concretas que podemos situar en el espacio y en el tiempo, y de las que podemos decir que han «contribuido» y que continúan haciéndolo, ¿cuál es esta «civilización mundial supuesta beneficiaria de todas estas contribuciones? No es una civilización distinta de las demás, que disfrutan de un mismo coeficiente de realidad. Cuando hablamos de civilización mundial, no designamos una época o un grupo de hombres: nosotros utilizamos una noción abstracta a la que otorgamos un valor moral o lógico. Moral, si se trata de un fin que proponemos a las sociedades existentes. Lógico, si queremos agrupar en un mismo vocablo los elementos comunes que el análisis permite separar entre las diferentes culturas. En ambos casos no hay que ocultar que la noción de civilización mundial es muy pobre, esquemática y que su contenido intelectual y afectivo no ofrece una gran densidad. Querer evaluar las pesadas aportaciones culturales de una historia milenaria, y todo el peso de las ideas, del sufrimiento, del deseo y de la labor de los hombres que les han acompañado en la existencia, refiriéndoles exclusivamente al escalón de una civilización mundial que tiene todavía una forma hueca, sería empobrecerlas singularmente, vaciarlas de su consistencia y conservar sólo un cuerpo descarnado.

Al contrario, hemos intentado demostrar que la verdadera contribución de las culturas no consiste en la lista de sus invenciones particulares, sino en la distancia diferencial que ofrecen entre ellas. El sentimiento de gratitud y humildad que cada miembro de una cultura puede y debe manifestar para con las otras, sólo podría fundarse en una convicción: que las otras culturas son diferentes a la suya, de la manera más variada; y esto, incluso si la naturaleza última de estas diferencias le sobrepasa o si, a pesar de todos sus esfuerzos no consigue más que penetrarla muy imperfectamente.

Por otro lado, hemos considerado la noción de civilización mundial como una especie de concepto límite, o como una manera abreviada de designar un proceso complejo, porque si nuestra demostración es válida, no hay, no puede haber, una civilización en el sentido absoluto que a menudo damos a este término, ya que la civilización implica la coexistencia de culturas que se ofrecen entre ellas el máximo de diversidad y que consiste en esta misma consistencia. La civilización mundial no podría ser otra cosa que la coalición, a escala mundial, de culturas que preservan cada una su originalidad.

10

El doble sentido del progreso

¿No nos encontramos entonces ante una extraña paradoja? Tomando los términos en el sentido que les hemos dado, hemos visto que todo progreso cultural se debe a una coalición entre culturas. Esta coalición consiste en la confluencia (consciente o inconsciente, voluntaria o involuntaria, intencionada o accidental, buscada o impuesta) de las oportunidades que cada cultura encuentra en su desarrollo histórico. En fin, hemos admitido que esta coalición era más fecunda cuando se establecía entre culturas diversificadas. Dicho esto, parece que nos encontramos frente a condiciones contradictorias, ya que este juego en común del que resulta todo progreso ha de conllevar consecuentemente a término más o menos corto, una homogeneización de los recursos de cada jugador. Y si la diversidad es una condición inicial, hay que reconocer que las oportunidades de ganar son más escasas cuanto más se prolonga la partida.

Para esta consecuencia ineluctable parece no haber más que dos remedios. Uno consiste en que cada jugador provoque distancias diferenciales, lo cual es posible porque cada sociedad (el «jugador» de nuestro ejemplo teórico) se compone de una coalición de grupos: confesionales, profesionales o económicos y porque la aportación de la sociedad está hecha de la aportación de todos estos constituyentes. Las desigualdades sociales son el ejemplo más llamativo de esta solución. Las grandes revoluciones que hemos elegido como ilustración: la neolítica y la industrial, vienen acompañadas no solamente de una diversificación del cuerpo social como bien lo había visto Spencer, sino además de la instauración del estatus diferencial entre los grupos, sobre todo desde el punto de vista económico. Desde hace tiempo observamos que los descubrimientos del neolítico habían suscitado rápidamente una diferenciación social, con el nacimiento en el Antiguo Oriente de grandes concentraciones urbanas, la aparición de los Estados, castas y clases. La misma observación se aplica a la revolución industrial, condicionada por la aparición de un proletariado y terminando con formas nuevas y más avanzadas de explotación del trabajo humano. Hasta ahora se tendía a tratar estas transformaciones sociales como consecuencia de transformaciones técnicas, a establecer entre éstas y aquéllas una relación de causa a efecto. Si nuestra interpretación es exacta, la relación de causalidad (con la sucesión temporal que implica) debe abandonarse —como por otra parte tiende a hacerlo la ciencia moderna— en beneficio de una correlación funcional entre los dos fenómenos. Comentemos de pasada que el reconocimiento de que el progreso técnico haya tenido por correlativo histórico el desarrollo de la explotación del hombre por el hombre nos incita a cierta discreción en las manifestaciones de orgullo que tan fácilmente nos inspira el primero de estos dos fenómenos nombrados.

El segundo remedio está en gran medida condicionado por el primero: es el de introducir con gusto o a la fuerza en la coalición, nuevos miembros, externos esta vez, cuyas «aportaciones» sean muy distintas de las que caracterizan la asociación inicial. Esta solución ha sido igualmente puesta en práctica y si el término capitalismo permite, grosso modo, identificar la primera, los términos de imperialismo y colonialismo ayudarán a ilustrar la segunda. La expansión colonial del siglo XIX ha dado amplio permiso a la Europa industrial para renovar (y no ciertamente para su beneficio exclusivo) un impulso que, sin la introducción de los pueblos colonizados en el circuito, habría corrido el riesgo de agotarse mucho más rápidamente.

Observamos que, en los dos casos, el remedio consiste en alargar la coalición, ya sea por diversificación interna o por la admisión de nuevos miembros. A fin de cuentas, siempre se trata de aumentar el número de jugadores, o sea, de volver a la complejidad y a la diversidad de la situación inicial. Pero también observamos que estas soluciones no pueden sino aminorar provisionalmente el proceso. No puede haber explotación salvo en el seno de una coalición: entre los dos grupos, dominante y dominado, existen contactos y se producen intercambios. A su vez, y pese a la relación unilateral que en apariencia les une, los dos deben, consciente o inconscientemente, poner de acuerdo sus posturas, y progresivamente las diferencias que les oponen tienden a disminuir. Las mejoras sociales, por un lado, y el acceso gradual de los pueblos colonizados a la independencia por otro, nos hacen presenciar el desarrollo de este fenómeno; y aunque aún haya mucho camino por recorrer en estas dos direcciones, sabemos que las cosas irán inevitablemente en ese sentido. Quizá haya que interpretar verdaderamente como una tercera solución, la aparición en el mundo de regímenes políticos y sociales antagonistas. Se puede concebir que la diversificación, renovándose cada vez en un plano distinto, permita mantener indefinidamente este estado de desequilibrio del que depende la supervivencia biológica y cultural de la humanidad, a través de formas variables que no cesarán jamás de sorprender a los hombres.

Sea lo que fuere, es difícil representarse de otro modo que no sea contradictorio un proceso que podemos resumir en la manera siguiente: para progresar, es preciso que los hombres colaboren. En el curso de esta colaboración, ellos ven identificarse gradualmente las aportaciones cuya diversidad inicial era precisamente lo que hacía su colaboración fecunda y necesaria.

Pero, aunque esta contradicción sea insoluble, el deber sagrado de la humanidad es el de conservar ambos términos igualmente presentes en la persona, de no perder de vista a uno en beneficio exclusivo del otro; guardarse por supuesto, de un particularismo ciego, que tendería a reservar el privilegio de humanidad para una raza, una cultura o una sociedad. También el de nunca olvidar que ninguna fracción de la humanidad dispone de fórmulas aplicables a la generalidad y que una humanidad confundida en un género de vida único es inconcebible porque sería una humanidad osificada.

A este respecto, las instituciones internacionales tienen ante ellas una tarea inmensa, y cargan con responsabilidades. Tanto unas como otras son más complicadas de lo que pensamos porque la misión de las instituciones internacionales es doble: por un lado, consiste en una liquidación y por otro, en un despertar. En primer lugar, deben ayudar a la humanidad a hacer lo menos penosa y peligrosa posible, la absorción de sus diversidades muertas, residuos sin valor de modos de colaboración cuya presencia en estado de vestigios putrefactos constituye un riesgo permanente de infección del cuerpo internacional. Deben aligerar, amputar si es necesario, y facilitar el nacimiento de otras formas de adaptación.

Pero al mismo tiempo deben estar atentísimas al hecho de que para poseer el mismo valor funcional que las precedentes, estos nuevos modos no pueden reproducirlos o ser concebidos con el mismo modelo, sin quedar reducidos a soluciones cada vez más insípidas y finalmente impotentes. Por el contrario, tienen que saber que la humanidad es rica en posibilidades imprevistas que cuando aparezcan, siempre llenarán a los hombres de estupor; que el progreso no está hecho a la imagen cómoda de esta «similitud mejorada» donde buscamos un relajado reposo, sino que está lleno de aventuras, de rupturas y escándalos. La humanidad está constantemente enfrentada a dos procesos contradictorios de los cuales, uno tiende a instaurar la unificación, mientras que el otro considera mantener o reestablecer la diversificación. La posición de cada época o cada cultura en el sistema, la orientación según la cual la humanidad se encuentra comprometida son tales, que uno solo de los dos procesos tendrá sentido para ella, siendo el otro la negación del primero. Pero decir que la humanidad se deshace a la vez que se hace, que podíamos tener esa inclinación, procedería aún de una visión incompleta, pues se trata de dos maneras diferentes de hacerse en dos planos y en dos niveles opuestos.

La necesidad de preservar la diversidad de las culturas en un mundo amenazado por la monotonía y la uniformidad no ha escapado ciertamente a las instituciones internacionales. Estas también comprenden que, para alcanzar esta meta, no será suficiente con cuidar las tradiciones locales y conceder un descanso a los tiempos revueltos. Es el hecho de la diversidad el que debe salvarse, no el contenido histórico que le ha dado cada época y que ninguna podría perpetuar más allá de sí misma. Hay pues que escuchar crecer el trigo, fomentar las potencialidades secretas, despertar todas las vocaciones en conjunto que la historia tiene reservadas. Además, hay que estar preparados para considerar sin sorpresa, sin repugnancia y sin rebelarse lo que de inusitado seguirán ofreciéndonos todas estas nuevas formas sociales de expresión. La tolerancia no es una posición contemplativa que dispensa las indulgencias a lo que fue o a lo que es; es una actitud dinámica que consiste en prever, comprender y promover aquello que quiere ser. La diversidad de las culturas humanas está detrás de nosotros, a nuestro alrededor y ante nosotros. La única exigencia que podríamos hacer valer a este respecto (creadora para cada individuo de obligaciones correspondientes) es que se realice bajo formas, de modo que cada una de ellas sea una aportación a la mayor generosidad de los demás.

 

 

Chile, país OCDE

abril 30th, 2022 by Notas del mundo ideologico

Fotografía: Intervención estética del colectivo artístico Estado-Industria en el suelo y cuenca hidrográfica del valle de Santiago en Chile, año 2021.

 

Un llamamiento provisorio

abril 16th, 2022 by Notas del mundo ideologico

Nota NMI: texto enviado por interno.

Un llamamiento provisorio

Hermanas y Hermanos de clase:

1.- Los vientos de las tempestades nos traen un susurro que recorre el mundo. El momento histórico nos murmura al oído, “estoy muerto, pero no me he enterado”.

2.- La magnitud de los problemas que se nos presentan tiene tal calado y profundidad que las opciones que tenemos tienden a decrecer con el paso de los días. Somos una generación de la humanidad que está a punto de presenciar el colapso total de una forma de vida.  Una forma de vida a la cual hemos adherido por opción o imposición, sin embargo, eso no debe ser fuente de juzgamiento. Ese modo de vida se ha fundado sobre la base de las metrópolis, los verdaderos vampiros modernos.

Ante la despiadada realidad, nosotros, humanos, requerimos un momento en el cual detenernos y abocarnos a un ejercicio de reflexión y pensamiento futurista.

  • Con futurista nos referimos, única y exclusivamente, a un método para abordar el mundo post capitalista que se avecina, sus opciones y qué y cómo construirlo.

3.- Esto entraña, como es obvio, preguntarse si el capitalismo llegará a su fin. La respuesta es que sí. No por la acción concertada de un movimiento global revolucionario, como era la esperanza (y fe) del proletariado durante el siglo XIX y XX, sino, por la multiplicidad de fenómenos críticos que arrastra el movimiento del capital como consecuencia de sus dinámicas contradictorias y no resolutivas de su historia, y que tienden hacia su autodestrucción.

4.- Aquí vale dejar en claro algo: afirmar que el capitalismo llega a su fin no significa que va a desaparecer. El capitalismo, como un sistema robusto de dominación, control y explotación está herido de muerte. Dejará de ser lo que conocemos, sin embargo, mucho de él, lamentablemente mucho, continuará existiendo, pero desarticulado. El capitalismo no ha sido un simple sistema económico. Para realizar su historia (conciencia) como modelo de civilización ha debido de controlar, vigilar, diseñar y planificar el modo de vida. En otras palabras, ha modelado un tipo de ser que no desaparecerá de la noche a la mañana. Su triunfo, antes que económico, siempre fue cultural.

5.- El ser capitalista somos todas y todos quienes vivimos bajo las condiciones modernas de explotación. El ser capitalista es un individuo cultural, inmerso en un ecosistema mediado por múltiples fenómenos que lo convierten en un animal social proclive a la violencia, obediencia y egoísmo. Sin embargo, no hay que olvidar que la cultura no es un bloque impenetrable e inmutable; toda cultura tiene fracturas.

6.- La articulación del capitalismo comprende una arquitectura ideológica, donde distintos fenómenos (sociales, culturales y económicos), como así también, modelos opresivos, actúan como pilares de una vida re-presentada. A grandes rasgos podemos señalar algunos de ellos: la liberación y privatización de la tierra a finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX; la conformación de los Estados-Nación; la urbanización, la irrupción de los derechos del Hombre; el sistema de orden social llamado Patriarcado; el desarrollo ininterrumpido de la Ciencia y la técnica; la violencia; procesos de subjetivación e individuación; democracia, entre otros. Todos estos fenómenos, y muchos más, confluyen en el capitalismo como un todo ideológico que le da sustento. Como mencionábamos más arriba, en el mundo post capitalista estos fenómenos yacerán desarticulados.

7.- El mundo post capitalista no nacerá de la nada. Todo su largo proceso de desarrollo ha modificado las estructuras sociales, culturales y psicológicas de la humanidad. Por tanto, sus miserias nos acompañaran por un periodo indeterminado de tiempo.

8.- El actual momento histórico, precedido del eterno deja vu de los ciclos de crisis irresolutos, evidencia la mecánica de un mundo agotado, exhausto, pero constantemente opresivo a niveles insospechados, que no hace mas que evidenciar su propia descomposición. La lógica de la expansión del Estado, junto a la impresión infinita de dinero, el industrialismo y el saqueo ininterrumpido de los recursos naturales (que por cierto son finitos), han sumergido a las sociedades en un estado de guerra constante. El poder y el aparato estatal-financiero controlan, oprimen y vigilan a la sociedad mientras los gigantes tecnológicos nos encierran en una prisión digital. (O físicas, como lo atestigua la realidad en Gaza y Cisjordania).

9.- La respuesta del mundo que muere será el totalitarismo sin color.

10.- La globalización es (fue) el internacionalismo de las corporaciones multinacionales y de su imperio de las finanzas. Para conseguir su propósito, el poder global ofertó un mito refundacional de la historia humana. Ese mito ha durado poco más de cuarenta años. En ese periodo lograron lo impensado: conquistar y colonizar la intimidad de la vida humana. Podrá argüirse que los sistemas económicos/sociales/culturales del pasado siempre lograron controlar, en algún punto, a las personas, y eso es cierto. Pero lo que el siglo de la democracia tiene para brindar como legado histórico es una deshumanización compleja, profunda, que no tiene parangón con ninguna otra época, siendo hasta ahora, la última etapa de ese largo e incesante proceso llamado domesticación.

11.- Todos hemos participado en la venta de todo aquello que nos constituye como especie. Vendemos quienes somos, lo que hacemos, lo que soñamos. Vendemos nuestra rabia, nuestra alegría, nuestras penas, nuestros miedos, nuestros éxitos y fracasos. Hemos digitalizado una identidad susceptible al marketing. Hemos vendido lo que somos por el pánico a no encajar.

12.- Y en el centro de este ecosistema creado, emerge sublime, el humano-mercancía. En simple, somos tiempo comprado.

13.- Hoy nos encontramos solos. Allí, en los puestos de poder y formando elites, están aquellos que dicen representarnos. Por todo el globo crean entramados familiares (emparentándose entre sí) que les asegura la distribución y ampliación de sus intereses de reproducción de clase. Comen juntos, vacacionan juntos, viven juntos, trabajan juntos, estudian juntos. Todos esos representantes democráticos actúan en base a consideraciones personales y de clase, mientras arguyen todo tipo de argumentos con tal de que el resto de la sociedad se convenza del glorioso camino que le espera si los sigue.

14.- No obstante, la contribución de aquellos que, por más de ciento cincuenta años, han dicho representarnos, significó el acoplamiento (institucionalización) neurótico y compulsivo de la población a un modo de vida esclavizante y devastador. Y aquí no hay matices referentes a las facciones políticas adictas al poder. Son todas aquellas con vocación de poder.

15.- Nos convencieron de que el trabajo nos haría libres, pero esa libertad solo puede ser ejercida en el marco normativo que ellos mismos diseñaron por más de doscientos años, y que se puede resumir en: elección de compra.

16.- Cada grupo ha mostrado su verdadero rostro. Solo queda confiar y soñar entre los comunes; aquella humanidad obligada por generaciones a venderse, so pena de morir en la marginalidad mas absoluta.

17.- Por ello, necesitamos reencontrarnos, escucharnos y abolir las mediaciones que operan entre nosotros.

18.- El modelo de civilización que ve en la ciudad el centro de la vida cultural, social, económica está destinado a declinar. Nuestra comprensión del presente debe ser una motivación para concebir la vida futura como una que estará nutrida de flujos energéticos bastante menos convulsos y comprimidos de los actuales. La energía solar, eólica, hidroeléctrica (que no es sinónimo de “central hidroeléctrica”) deberán necesariamente sustituir a los combustibles fósiles, por lo que, dichas fuentes energéticas no serán capaces de garantizar la supervivencia de la tecnología actual. En otras palabras, la vida futura tendrá que ser necesariamente menos rapaz, menos parasitaria, menos brutal.

Si la ciudad antigua era parasitaria energética del campo circundante, las áreas urbanas contemporáneas son de hecho parásitas del planeta entero: el consumo de energía que implica el estilo de vida impuesto por la metrópoli no podrá ser sostenido mucho más tiempo. Las áreas urbanas dependen para todo tipo de recursos de territorios lejanos/ajenos. Una ciudad de un millón de habitantes devora dos millones de kilos de alimentos al día mientras que no produce, en realidad, nada.

19.- Necesitamos el ejercicio futurista porque estamos hambrientos de soluciones y las respuestas no caerán del cielo, aun así, no debemos olvidar que por toda la tierra están esparcidas las semillas que engendran el pensamiento futurista. Eso es una verdad incontestable. Pero los humanos necesitamos dejar de concebirnos como mercancía (capital humano), y por supuesto, dejar de comportarnos como el capital nos ha diseñado.

20.- La creatividad debe surgir como un tigre titánico que devore con astucia y sagacidad el presente. Esa creatividad fijara su atención en la proyección de la vida futura, al mismo tiempo que en el goce y disfrute del ahora. En otras palabras, en crear situaciones que contengan la ruptura con este mundo.

21.- No somos ilusos, las fábricas, las industrias, las autopistas, los centros de poder, etc. Nada de eso desaparecerá en el acto por los chasquidos de nuestros dedos. Pero insistimos en que lo que comienza a desmoronarse es una forma de concebir la vida, esta vida, y ella aglutina todo lo anterior; es el viejo mundo que muere. Nosotros optamos por abandonar este mundo. Todo lo demás no tiene sentido alguno.

22.- El colapso nos pisa los talones. Las ideologías de emancipación, en tanto que ideologías, están marchitas. La ideología triunfante tiene los días contados. Es preciso, e imperioso, diseñar un futuro/presente donde tengan cabida las formas de concebir nuestra vida en común.

23.- Vivimos en una sociedad creada a imagen y semejanza del dinero y el Capital, verdadera comunidad mecánica, saturada de violencia latente, potencial y actuante. Hemos perpetuado esta locura por demasiado tiempo. ¿Hasta dónde seremos capaces de aguantarlo? ¿Qué hace falta para poner fin a la demencia de la que somos parte?

24.- Por cierto, no hemos dicho ni pensado nada nuevo.

25.- Los vientos de las tempestades nos traen un susurro que recorre el mundo. El momento histórico nos murmura al oído, “la modernidad pertenece al pasado”.

 

-Comité de la Imaginación-

Otoño 2022

Hasta el fin del mundo: notas sobre un golpe

marzo 8th, 2021 by Notas del mundo ideologico

Nota NMI: el presente texto fue publicado el pasado 5 de febrero, cuatro días después del golpe. La versión original, junto con las notas, se puede leer en blog chuangcn. Se ha respetado el formato de hiperenlace del original.

A día de hoy, 8 de marzo, los militares ya han asesinado a mas de 60 personas en las manifestaciones.

Por Soe Lin Aung [1][2]

Al caer la noche en Yangon esta semana, la ciudad resonó todas las noches con el sonido de los residentes golpeando ollas y sartenes y los conductores tocando la bocina, un ruido para ahuyentar a los espíritus malignos. En Mandalay, los trabajadores médicos se reunieron en formación, sus rostros enmascarados iluminados por linternas de teléfonos. Cantaron el himno del levantamiento de 1988, Kabar Makyay Bu, cuyo título es una promesa de lucha sin fin contra el gobierno militar: «No estaremos satisfechos hasta el fin del mundo». A medida que aumentaban los informes de arrestos esta semana, activistas y líderes estudiantiles enviaron llamadas para tomar las calles. Los militares se movilizaron para cerrar facebook, un modo clave de comunicación en Myanmar, mientras los amigos seguían circulando mensajes sobre protestas, manifestaciones y otras formas de resistencia. Un amigo logró comunicarse conmigo: “Lucharemos todo lo que podamos”, dijeron.

La noticia se había acumulado lentamente, disminuyó y luego se aceleró repentinamente: el lunes por la mañana, el ejército de Myanmar lanzó un golpe de estado. En una serie de redadas matutinas, los militares detuvieron a la líder civil de facto de Myanmar, Aung San Suu Kyi; las principales figuras de su gabinete y partido, la Liga Nacional para la Democracia (NLD); y un número creciente de artistas y activistas que no formaban parte del gobierno ni de la NLD. Varias horas después, el ejército utilizó su red de televisión para declarar un estado de emergencia de un año durante el cual gobernaría el general mayor Min Aung Hlaing, el comandante en jefe del ejército. El golpe se produjo solo unas horas antes de que el parlamento recién elegido del país se reuniera por primera vez desde las elecciones de noviembre de 2020, que la NLD había ganado de manera abrumadora.

Las especulaciones sobre un golpe habían aumentado antes de desvanecerse. Durante meses, el partido político de Myanmar respaldado por el ejército, el Partido Unión, Solidaridad y Desarrollo (USDP), había puesto en duda las elecciones recientes, alegando unos 90.000 casos de fraude electoral relacionados con las listas de votantes y las identificaciones de los votantes. Los partidos políticos que representan a los principales grupos étnicos minoritarios de Myanmar también plantearon objeciones. Antes de la votación, la Comisión Electoral de la Unión (UEC) canceló las elecciones en partes de la región de Bago, así como en los estados de Kachin, Kayin, Mon, Shan y Rakhine, todas áreas de minorías étnicas donde, según la UEC, el conflicto armado impidió el libre ejercicio de  elecciones justas. El 26 de enero, un portavoz militar llegó a advertir sobre un posible golpe si no se atendían las acusaciones electorales. Dos días después, la UEC rechazó las acusaciones de los militares. Luego, la ONU y varias embajadas occidentales expresaron su preocupación, después de lo cual se consideró que los militares estaban haciendo retroceder su amenaza, prometiendo respetar la constitución de 2008 y «actuar de acuerdo con la ley». El respiro fue breve. La madrugada del lunes, a medida que avanzaba el golpe, se cortó el servicio telefónico e Internet, las tiendas cerraron sus puertas, los bancos y los aeropuertos cerraron, y algunos periodistas se escondieron.

Los amigos y la familia describen una atmósfera tensa: llena de posibilidades, pero también amenazante. Como amenazó infamemente un general anterior en 1988, “el ejército no tiene la tradición de disparar al aire. El ejército dispara a matar”. (Y mataron a miles en ese momento). Un pariente mayor, contactado esta semana por teléfono después de repetidos intentos desde Tailandia, dijo que no querían decir demasiado, solo que con algunas tiendas cerradas, les preocupa que pueda ser difícil comprar comida. Un amigo involucrado en actividades políticas me envió un mensaje para decirme que están huyendo, pero a salvo. Algunos de nuestros amigos han sido arrestados, me explicaron; otros pasan a la clandestinidad a medida que el círculo de personas detenidas se expande hacia la sociedad civil y las artes. «Es una sensación muy dolorosa», dijeron. Los trabajadores médicos intervinieron desde el principio. En las horas posteriores al golpe, los empleados de los hospitales de todo el país hicieron llamados a la desobediencia civil masiva, que comenzó con su propia serie de paros laborales. Su grupo de facebook, Movimiento de Desobediencia Civil, ganó más de cien mil miembros poco después del lanzamiento, antes de que los militares cerraran Facebook. Aún así, las expectativas de disturbios en los próximos días son altas.

Llegaron declaraciones de solidaridad desde Tailandia. El Movimiento Progresista, un grupo destacado en las recientes protestas de Tailandia, emitió un comunicado condenando los golpes de estado como una «plaga» en Tailandia y Myanmar. Pidieron un futuro en el que «el poder verdaderamente pertenezca al pueblo». El Sindicato de Estudiantes de Ciencias Políticas de la Universidad de Chulalongkorn también emitió un comunicado, pidiendo un retorno inmediato al gobierno civil en Myanmar. En el norte de Tailandia, se podían ver carteles circulando en las redes sociales con lemas de protesta tailandeses escritos en birmano: «La dictadura debe perecer, larga vida al pueblo». En el noreste de Tailandia, los activistas por la democracia fueron más directos con su campaña #SaveMyanmar, quemando una efigie de Min Aung Hlaing en las calles. Myanmar también ha sido invitado formalmente (en broma) a la tan cacareada #MilkTeaAlliance, que vincula libremente a jóvenes activistas en Hong Kong y Tailandia.

En los campamentos de rohingya en Bangladesh, la situación es menos sencilla[3]. Algunos rohingya creen que Aung San Suu Kyi esencialmente está obteniendo lo que se merece: como una cobarde que traicionó a los rohingya en su hora de necesidad. Otros son más generosos. El poeta rohingya Mayyu Ali llamó a la solidaridad contra los militares, recordando las luchas de 1988.

Con Myanmar en crisis, los informes de los medios se han centrado en el contexto inmediato de la disputa electoral. Los análisis iniciales han sugerido poco más que el ejército, insultado y alarmado por su actuación electoral, está reafirmando el poder de la única forma que conoce. Mucho, demasiado, debate se ha centrado en la supuesta racionalidad o irracionalidad de los movimientos de Min Aung Hlaing, especulando sobre sus maquinaciones secretas y su orgullo electoral herido. Desafortunadamente, estas conjeturas psicologizadoras son demasiado típicas de las presuposiciones liberales de los observadores de Myanmar, que promueven un modo de análisis individual, de arriba hacia abajo y de observación del palacio, excluyendo los factores estructurales.

Cuatro líneas de análisis podrían sugerir un enfoque más productivo.

Primero, podría decirse que el golpe es una sorpresa. Desde cierta perspectiva, los militares no necesitaban lanzar un golpe; ya tienen un poder político y económico considerable, a pesar de haber permitido que un gobierno formalmente civil tomara forma en 2011 después de décadas de absoluto gobierno militar. En la dispensación posterior a 2011, el ejército se reservó una cuarta parte de los escaños en el parlamento, lo suficiente para evitar cualquier enmienda a la constitución de 2008, que en gran medida redactó para proteger su propia posición. Tres ministerios clave permanecieron bajo control militar exclusivo, incluido incluso el principal organismo administrativo del país, hasta que nominalmente quedó bajo control civil a fines de 2018. Y quizás lo más importante es que la estatura económica de los militares ha crecido sustancialmente desde principios de la década de 1990, cuando un cambio dirigido hacia una economía de mercado encontró a generales, sus compinches y compañías militares que ocupaban posiciones cada vez más fuertes en el sector privado.

He argumentado (junto con Stephen Campbell) que esta dispensación se entendía mejor no en términos de democratización, sino como una jerarquía cívico-militar que mezcla liberalismo y autoritarismo. Para 2015, de manera crucial, los generales dependían menos del control político formal para ejercer el poder ahora que habían reforzado su estatura económica. De ahí su disposición a aceptar —incluso avanzar— en un mínimo de democracia liberal, que enriqueció aún más a los generales a medida que las empresas occidentales se volvían más dispuestas a invertir. Los argumentos más amplios sugieren que un pacto de élite en evolución, o bloque hegemónico, que se unió a la LND y al ejército había demostrado ser mutuamente beneficioso, sobre todo económicamente.

En la medida en que estas afirmaciones explican la retirada calificada de los militares del poder político formal, ahora deben ser reexaminadas. Lo que está en juego no es necesariamente una autonomía repentina de lo político, como si los militares se aferraran al poder político aislado de su fuerza económica. Sin embargo, es posible que sea necesario reevaluar la relación precisa entre la política y la economía. En particular, los generales ahora reclaman el poder político desde una posición de dominio económico continuo. Al mismo tiempo, la economía de Myanmar ha estado en declive durante varios años. Las sólidas cifras de crecimiento económico siguieron el período posterior a 2011 hasta alrededor de 2017, después de lo cual la crisis rohingya y el resurgimiento de los conflictos en los estados de Kachin y Shan ayudaron a impulsar un marcado declive económico. Como expresó una cuenta en 2019:

Los grandes gastos de turistas occidentales se mantenían alejados en masa, preocupados por los abusos contra los derechos humanos. Los trámites burocráticos obstruían los negocios y las inversiones, y el país sigue siendo una pesadilla logística. […] está claro que la Liga Nacional para la Democracia de Aung San Suu Kyi estuvo crónicamente mal preparada para el gobierno y sorprendentemente no ha logrado controlar la economía.

Por tanto, una posibilidad: el bloque hegemónico posterior a 2011 hizo bien en enriquecer tanto a las élites civiles como a las militares, pero con una justificación económica cada vez menor, la lógica mutua del pacto ya no se mantuvo. Sería difícil elevar este factor por encima de todos los demás, al menos en este punto, sin embargo, fácilmente podría ser un factor, e importante, que hiciera más precaria una disposición que alguna vez fue simbiótica. La idea central no tiene por qué ser controvertida: la dispensación posterior a 2011 fue simplemente histórica[4]. A medida que cambiaban las condiciones materiales, también cambiaban las relaciones de fuerza que alimentaban.

Una segunda línea de análisis es que si el golpe provoca alguna sorpresa por el poder que ya ostentaba el ejército, tampoco es de extrañar precisamente por eso: ya estaba claro que en última instancia son los militares los que dominan. El golpe simplemente codifica, a medida que afianza, las relaciones de poder existentes. Esta posición podría ser más obvia desde la perspectiva de las zonas fronterizas de Myanmar, donde los grupos étnicos minoritarios han sido objeto de implacables campañas de contrainsurgencia durante décadas. Saw Kwe Htoo Win, vicepresidente de la Unión Nacional Karen, dijo lo siguiente: “No importa si los militares dan un golpe o no, el poder ya está en sus manos. Para nosotros, las nacionalidades étnicas, ya sea que la LND esté en el poder o los militares tomen el poder, todavía no formamos parte de ella. Nuestra gente es la que seguirá sufriendo este chovinismo”.

Esta perspectiva tiene otro ángulo. El supuesto relevo entre la apertura política y económica, el tema favorito de los transitólogos de los think-tanks, ya no parece tan claro. En cambio, vemos una transición capitalista de décadas entrelazada con una variedad de formas políticas, de la dictadura a la diarquía y de nuevo a la dictadura. Incluso una breve mirada a los vecinos de Myanmar, China, Tailandia, Singapur, subraya la realidad de que el capitalismo difícilmente garantiza la democratización.

Destaca aquí una cierta configuración de poder burgués. Tanto en Myanmar como en la Gran China, por ejemplo, un aparato estatal centralizado —el ejército por un lado, una burocracia del Estado de partido por el otro— ha navegado en una relación tensa con fracciones burguesas separadas, algunas de las cuales son políticamente liberales y están más conectadas con el Capital occidental. ¿Qué significa romper esta alineación? En Myanmar, los militares ya no tendrán el mismo acceso al capital occidental. Sin embargo, la larga transición capitalista de Myanmar siempre fue impulsada mucho más por el capital del este y el sudeste de Asia, desde su fluctuante sector de la confección hasta sus agroindustrias en crecimiento y las principales formas de extracción de recursos (a saber, petróleo y gas), especialmente las reservas de gas en alta mar que ahora fluyen hacia Tailandia (y oleoductos y gasoductos duales que fluyen hacia Yunnan, China). Por lo tanto, de muchas maneras, las condiciones centrales de la acumulación de capital permanecen en su lugar, incluso si la burguesía liberal doméstica enfrenta una mayor exclusión de su botín. La agricultura de semisubsistencia continuará erosionándose en las vastas áreas rurales y las tierras fronterizas montañosas de Myanmar a medida que la mano de obra precaria y de bajos salarios se expanda en los centros urbanos[5].

Sin embargo, incluso las perspectivas de inversión chinas no están del todo claras, aunque presumiblemente estarán sujetas a menos interrupciones que los proyectos occidentales más endebles. Por un lado, la respuesta silenciosa del gobierno chino al golpe, señalando una «reorganización del gabinete”, refleja una tendencia constante a enmarcar el malestar político simplemente como una cuestión de asuntos internos. La inversión china siempre fue considerable durante los años de dictadura militar de Myanmar. Desde el lado chino, no hay razón para esperar ninguna vacilación seria para entablar la nueva dictadura militar. Por otro lado, el gobierno de la LND logró desarrollar relaciones muy sólidas con China, y el ejército de Myanmar ha visto desde hace mucho tiempo que China respalda las insurgencias en las fronteras chinas de Myanmar, desde los más de cuarenta años de rebelión del Partido Comunista de Birmania hasta los grupos armados que emergió a su paso. Existe la posibilidad (aunque sea mínima) de que la presunta dependencia de facto de los militares de China ya no esté totalmente garantizada. Independientemente, China ya ha invertido mucho en varios proyectos de infraestructura importantes, desde la presa Myitsone en el norte de Myanmar, que China podría presionar a los generales para que se reanuden, hasta el Corredor Económico China-Myanmar en el oeste de Myanmar, parte de la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI). Es de suponer que el gobierno chino apuntará a impulsar estos proyectos independientemente del liderazgo político de Myanmar. Esta relación se vería amenazada solo si el ejército de Myanmar se moviera para romper los lazos con China (muy poco probable), y no al revés.

La tercera línea de análisis ya ha surgido: la vista desde la zonas fronterizas. La discusión de las acusaciones de fraude electoral de los militares, que en general se considera infundada, ha eclipsado en gran medida el hecho de que la UEC simplemente canceló las elecciones en muchas áreas de minorías étnicas. Lo que está en juego es la relación de las zonas fronterizas con el conflicto, el capital y las transformaciones políticas de las últimas décadas. Desde la década de 1990, el capitalismo de frontera en las vastas áreas fronterizas de Myanmar —inversión en minería, madera y agroindustrias como plantaciones de aceite de palma, principalmente de capitalistas tailandeses, chinos y de las tierras bajas de Myanmar— ha incorporado élites económicas y políticas de minorías étnicas dentro de la transición capitalista de Myanmar, poniendo fin en gran medida a la amenaza que alguna vez existió de los grupos étnicos armados al estado de Myanmar. Podría decirse que esta fue la dinámica decisiva que hizo posible las reformas políticas y económicas del período posterior a 2011.

¿Es posible que, con tanto enfoque en la disputa electoral de los militares, se avecina un desmoronamiento más amplio de la trayectoria política y económica de Myanmar? Si la incorporación de las zonas fronterizas étnicas a través del capitalismo fronterizo finalmente puso fin a las amenazas existenciales al estado de Myanmar, entonces, la privación de derechos en las zonas fronterizas -una ruptura con esa dinámica de incorporación- sugiere un cierre potencial de un ciclo histórico que apuntaló la posibilidad misma del Estado a través de una larga transición capitalista. A medida que avanzaba el golpe, también surgieron informes sobre enfrentamientos militares que estaban tomando forma en los estados de Shan y Kayin, en el este de Myanmar, lo que indicaba una posible vuelta al conflicto abierto. Por otra parte, a pesar de la anulación de las elecciones, sería un error sobreestimar el grado en que las minorías étnicas, aparte de sus élites políticas y económicas, se consideran a sí mismas con derecho a voto. Además, la extracción de recursos y la agroindustria en las zonas fronterizas —pilares del capitalismo fronterizo— enfrentan poca amenaza en el contexto del golpe, ya que están más conectadas a las fracciones militares que a las fracciones burguesas liberales de la clase dominante de Myanmar. La dinámica de incorporación que impulsan parece que va a continuar.

En cuarto lugar, debe agregarse que Aung San Suu Kyi parece haber fracasado, de manera decisiva, en su intento de construir y mantener relaciones con los militares. Lo más notorio es que Suu Kyi compareció ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya para defender a Myanmar de las acusaciones de genocidio cometidas por el ejército contra los rohingyas de Myanmar. Los observadores externos vieron su aparición como una medida políticamente conveniente, incluso cínica, para proteger a los militares de la condena internacional a fin de ganarse el favor de los generales. Su objetivo, en última instancia, era construir relaciones lo suficientemente fuertes con los militares para que su partido pudiera impulsar enmiendas a la constitución de 2008 que forzarían más completamente a los militares a salir de la política formal. En cambio, se encuentra una vez más prisionera de los militares.

Las razones de su fracaso se debatirán hasta la saciedad. Las discusiones hasta la fecha sugieren superficialmente que los militares simplemente se pusieron celosos de su continua popularidad y éxito electoral. Se dice que ella los ha «superado”, por ejemplo, en las redes sociales cuando se trata de expresar un sentimiento anti-rohingya. Será necesario un análisis más sofisticado. Provisionalmente, sin embargo, se observa que la fascinación por las relaciones cívico-militares (léase: relaciones Suu Kyi-Min – Aung Hlaing), abstraídas de fuerzas políticas y económicas más grandes, con demasiada frecuencia se reduce a la vieja observación de palacios que reduce la política a la personalidad, estructura a la contingencia individual. El punto no es que estos líderes no importen, sino simplemente que incluso cuando los líderes hacen historia, no es en las condiciones que ellos mismos eligen. El tiempo de la psicologización de las intrigas palaciegas ha terminado. Ha llegado el momento de la resistencia. Y no estaremos satisfechos hasta el fin del mundo.

Contagio social: Guerra de clases micro biológica en China

marzo 6th, 2021 by Notas del mundo ideologico

Notas NMI:

1.- Todos los números que se presentan durante el texto corresponden a las notas insertas en el mismo. Estas se pueden leer en la versión digital del mismo texto que se encuentra en la barra lateral derecha de este blog.

2.- Versión en español extraída del blog Artillería Inminente. Versión original en el blog Chuangcn.

 

El horno

Wuhan es conocido coloquialmente como uno de los «cuatro hornos» (四大火炉) de China por su verano húmedo y caluroso y opresivo, compartido con Chongqing, Nankín y alternativamente con Nanchang o Changsha, todas ciudades bulliciosas con largas historias a lo largo o cerca del valle del río Yangtsé. Sin embargo, de las cuatro, Wuhan también está salpicada de hornos en sentido estricto: el enorme complejo urbano actúa como una especie de núcleo para el acero, el concreto y otras industrias relacionadas con la construcción de China. Su paisaje está salpicado de altos hornos de enfriamiento lento de las restantes fundiciones de hierro y acero de propiedad estatal, ahora plagado de sobreproducción y obligado a una nueva y polémica ronda de reducción, privatización y reestructuración general, que ha dado lugar a varias huelgas y protestas de gran envergadura en los últimos cinco años. La ciudad es esencialmente la capital de la construcción de China, lo que significa que ha desempeñado un papel especialmente importante en el período posterior a la crisis económica mundial, ya que ésos fueron los años en que el crecimiento chino se vi impulsado por la canalización de los fondos de inversión hacia proyectos estatales reales de infraestructura e inmobiliarios. Wuhan no sólo alimentó esta burbuja con su exceso de oferta de materiales de construcción e ingenieros civiles, sino que también, al hacerlo, se convirtió en la ciudad del boom inmobiliario por parte del Estado. Según nuestros propios cálculos, en 2018-2019 la superficie total dedicada a obras de construcción en Wuhan equivalía al tamaño de la isla de Hong Kong en su conjunto.

Pero ahora este horno que impulsa la economía china después de la crisis parece, al igual que los hornos que se encuentran en sus fundiciones de hierro y acero, estar enfriándose. Aunque este proceso ya estaba en marcha, la metáfora ya no es simplemente económica, ya que la ciudad, antaño bulliciosa, ha estado sellada durante más de un mes y sus calles han sido vaciadas por mandato del gobierno: «La mayor contribución que pueden hacer es: no se reúnan, no causen caos», decía un titular del diario Guangming, dirigido por el departamento de propaganda del Partido Comunista Chino (PCCh). Hoy en día, las nuevas y amplias avenidas de Wuhan y los relucientes edificios de acero y cristal que las coronan están todos enfriados y huecos, ya que el invierno disminuye durante el Año Nuevo Lunar y la ciudad se estanca bajo la constricción de la amplia cuarentena. Aislarse es un buen consejo para cualquier persona en China, donde el brote del nuevo coronavirus (recientemente rebautizado como «SARS-CoV-2» y su enfermedad «COVID-19») ha matado a más de dos mil personas; más que su predecesora, la epidemia de SARS de 2003. El país entero está encerrado, como lo estuvo durante el SARS. Las escuelas están cerradas y la gente está encerrada en sus casas en todo el país. Casi toda la actividad económica se detuvo por el feriado del Año Nuevo Lunar, el 25 de enero, pero la pausa se extendió por un mes para frenar la propagación de la epidemia. Los hornos de China parecen haber dejado de arder, o por lo menos se han reducido a brasas de suave brillo. En cierto modo, sin embargo, la ciudad se ha convertido en otro tipo de horno, ya que el coronavirus arde a través de su población masiva como una fiebre enorme.

El brote ha sido culpado incorrectamente de todo, desde la conspiración y/o la liberación accidental de una cepa de virus del Instituto de Virología de Wuhan —una afirmación dudosa difundida por los medios sociales, particularmente a través de publicaciones paranoicas en Facebook de Hong Kong y Taiwán, pero ahora impulsada por medios de comunicación conservadores e intereses militares en Occidente— hasta la propensión de los chinos a consumir tipos de alimentos «sucios» o «extraños», ya que el brote de virus está relacionado con murciélagos o serpientes vendidas en un «mercado mojado» semi legal especializado en vida silvestre y otros animales raros (aunque ésta no fue la fuente definitiva). Ambos temas principales exhiben el evidente belicismo y orientalismo común en los reportajes sobre China, y varios artículos han señalado este hecho básico. Pero incluso estas respuestas tienden a centrarse sólo en cuestiones de cómo se percibe el virus en la esfera cultural, dedicando mucho menos tiempo a indagar en la dinámica mucho más brutal que se oculta bajo el frenesí de los medios de comunicación.

Una variante un poco más compleja comprende al menos las consecuencias económicas, aunque exagera las posibles repercusiones políticas por efecto retórico. Aquí encontramos los sospechosos habituales, que van desde los políticos estándar mata dragones bélicos hasta los que se aferran a la perla derramada del alto liberalismo: las agencias de prensa, desde la National Review hasta el New York Times, ya han insinuado que el brote puede provocar una «crisis de legitimidad» en el PCCh, a pesar de que apenas se percibe el olor de un levantamiento en el aire. Pero el núcleo de la verdad de estas predicciones está en su comprensión de las dimensiones económicas de la cuarentena, algo que difícilmente podría perderse en los periodistas con carteras de acciones más gruesas que sus cráneos. Porque el hecho es que, a pesar de la llamada del gobierno a aislarse, la gente puede verse pronto obligada a «reunirse» para atender las necesidades de la producción. Según las últimas estimaciones iniciales, la epidemia ya provocará que el PIB de China se reduzca a un 5% este año, por debajo de su ya de por sí débil tasa de crecimiento del 6% del año pasado, la más baja en tres décadas. Algunos analistas han dicho que el crecimiento en el primer trimestre podría disminuir en un 4 % o menos, y que esto podría desencadenar algún tipo de recesión mundial. Se ha planteado una pregunta impensable hasta ahora: ¿qué le sucede realmente a la economía mundial cuando el horno chino comienza a enfriarse?

Dentro de la propia China, la trayectoria final de este evento es difícil de predecir, pero el momento ya ha dado lugar a un raro proceso colectivo de cuestionamiento y aprendizaje de la sociedad. La epidemia ha infectado directamente a casi 80 000 personas (según la estimación más conservadora), pero ha supuesto una conmoción para la vida cotidiana bajo el capitalismo de 1.400 millones de personas, atrapadas en un momento de autorreflexión precaria. Este momento, aunque lleno de miedo, ha hecho que todos se hagan simultáneamente algunas preguntas profundas: ¿qué me sucederá a mí? ¿A mis hijos, a mi familia y a mis amigos? ¿Tendremos suficiente comida? ¿Me pagarán? ¿Pagaré la renta? ¿Quién es responsable de todo esto? De una manera extraña, la experiencia subjetiva es algo así como la de una huelga de masas, pero una que, en su carácter no-espontáneo, de arriba hacia abajo y, especialmente en su involuntaria hiperatomización, ilustra los enigmas básicos de nuestro propio presente político estrangulado de una manera tan clara como las verdaderas huelgas de masas del siglo anterior dilucidaron las contradicciones de su época. La cuarentena, entonces, es como una huelga vaciada de sus características comunales pero que es, sin embargo, capaz de provocar un profundo choque tanto en la psique como en la economía. Este hecho por sí solo la hace digna de reflexión.

Por supuesto, la especulación sobre la inminente caída del PCCh es una tontería predecible, uno de los pasatiempos favoritos de The New Yorker y The Economist. Mientras tanto, los protocolos normales de supresión de los medios de comunicación están en marcha, en los que los artículos de opinión abiertamente racistas de los medios de comunicación de masas publicados en los medios de comunicación tradicionales son contrarrestados por un enjambre de artículos de opinión en la web que polemizan contra el orientalismo y otras facetas de la ideología. Pero casi toda esta discusión se queda en el nivel de la representación —o, en el mejor de los casos, de la política de contención y de las consecuencias económicas de la epidemia—, sin profundizar en las cuestiones de cómo se producen esas enfermedades en primer lugar, y mucho menos en su distribución. Sin embargo, ni siquiera esto es suficiente. No es el momento de un simple ejercicio de «Scooby-Doo marxista» que quite la máscara al villano para revelar que, sí, de hecho, ¡fue el capitalismo el que causó el coronavirus todo el tiempo! Eso no sería más sutil que los comentaristas extranjeros olfateando el cambio de régimen. Por supuesto que el capitalismo es culpable, pero ¿cómo se interrelaciona exactamente la esfera socioeconómica con la biológica, y qué tipo de lecciones más profundas se podrían sacar de toda la experiencia?

En este sentido, el brote presenta dos oportunidades para la reflexión. En primer lugar, se trata de una apertura instructiva en la que podríamos examinar cuestiones sustanciales sobre la forma en que la producción capitalista se relaciona con el mundo no-humano a un nivel más fundamental: en resumen, el «mundo natural», incluidos sus sustratos microbiológicos, no puede entenderse sin referencia a la forma en que la sociedad organiza la producción (porque, de hecho, ambos no están separados). Al mismo tiempo, esto es un recordatorio de que el único comunismo que vale la pena nombrar es el que incluye el potencial de unnaturalismo plenamente politizado. En segundo lugar, también podemos utilizar este momento de aislamiento para nuestro propio tipo de reflexión sobre el estado actual de la sociedad china. Algunas cosas sólo se aclaran cuando todo se detiene de forma inesperada, y una desaceleración de este tipo no puede evitar hacer visibles tensiones previamente ocultas. A continuación, pues, exploraremos estas dos cuestiones, mostrando no sólo cómo la acumulación capitalista produce tales plagas, sino también cómo el momento de la pandemia es en sí mismo un caso contradictorio de crisis política, que hace visibles a las personas los potenciales y las dependencias invisibles del mundo que les rodea, al tiempo que ofrece otra excusa más para la extensión creciente de los sistemas de control en la vida cotidiana.

La producción de plagas

El virus que está detrás de la actual epidemia (SARS-CoV-2), al igual que su predecesor, el SARS-CoV de 2003, así como la gripe aviar y la gripe porcina que la precedieron, se gestaron en el nexo de economía y epidemiología. No es casualidad que tantos de estos virus hayan tomado el nombre de animales: la propagación de nuevas enfermedades a la población humana es casi siempre producto de lo que se llama transferencia zoonótica, que es una forma técnica de decir que tales infecciones saltan de los animales a los humanos. Este salto de una especie a otra está condicionado por cosas como la proximidad y la regularidad del contacto, todo lo cual construye el entorno en el que la enfermedad se ve obligada a evolucionar. Cuando esta interfaz entre humanos y animales cambia, también cambia las condiciones dentro de las cuales tales enfermedades evolucionan. Detrás de los
cuatro hornos, por lo tanto, se encuentra un horno más fundamental que sostiene los centros industriales del mundo: la olla a presión evolutiva de la agricultura y la urbanización capitalistas. Esto proporciona el medio ideal a través del cual plagas cada vez más devastadoras nacen, se transforman, son inducidas a saltos zoonóticos y luego son vectorizadas agresivamente a través de la población humana. A esto se añaden procesos igualmente intensos que tienen lugar en los márgenes de la economía, donde las personas que se ven empujadas a incursiones agroeconómicas cada vez más extensas en ecosistemas locales encuentran cepas «salvajes». El coronavirus más reciente, en sus orígenes «salvajes» y su repentina propagación a través de un núcleo fuertemente industrializado y urbanizado de la economía mundial, representa ambas dimensiones de nuestra nueva era de plagas político-económicas.

La idea básica en este caso es desarrollada más a fondo por biólogos de izquierda como Robert G. Wallace, cuyo libro Big Farms Make Big Flu («Las grandes granjas hacen la gran gripe»), publicado en 2016, expone exhaustivamente la conexión entre la agroindustria capitalista y la etiología de las recientes epidemias, que van desde el SRAS hasta el Ébola[1]. Al rastrear la propagación del H5N1, también conocido como gripe aviar, resume varios factores geográficos clave para esas epidemias que se originan en el núcleo productivo:

Los paisajes rurales de muchos de los países más pobres se caracterizan ahora por una agroindustria no regulada que se ejerce presión sobre los barrios de barrios periféricos. La transmisión no controlada en zonas vulnerables aumenta la variación genética con la que el H5N1 puede desarrollar características específicas para el ser humano. Al extenderse por tres continentes, el H5N1 de rápida evolución también entra en contacto con una variedad cada vez mayor de entornos socioecológicos, incluidas las combinaciones locales específicas de los tipos de huéspedes predominantes, los modos de cría de aves de corral y las medidas de sanidad animal[2].

Esta propagación está, por supuesto, impulsada por los circuitos mundiales de mercancías y las migraciones regulares de mano de obra que definen la geografía económica capitalista. El resultado es «un tipo de selección demoníaca en aumento» a través del cual el virus se plantea un mayor número de vías evolutivas en un tiempo más corto, permitiendo que las variantes más aptas superen a las demás.

Pero éste es un punto fácil de señalar, y uno ya común en la prensa dominante: el hecho de que la «globalización» permite la propagación de esas enfermedades más rápidamente; aunque aquí con una adición importante, observando cómo este mismo proceso de circulación también estimula al virus a mutar más rápidamente. La verdadera cuestión, sin embargo, viene antes: antes de que la circulación aumente la resiliencia de esas enfermedades, la lógica básica del capital ayuda a tomar cepas virales previamente aisladas o inofensivas y a colocarlas en entornos hipercompetitivos que favorecen los rasgos específicos que causan las epidemias, como ciclos rápidos de vida del virus, la capacidad de salto zoonótico entre especies portadoras y la capacidad de desarrollar rápidamente nuevos vectores de transmisión. Estas cepas tienden a destacar precisamente por su virulencia. En términos absolutos, parece que el desarrollo de cepas más virulentas tendría el efecto contrario, ya que matar antes al huésped da menos tiempo para que el virus se propague. El resfriado común es un buen ejemplo de este principio, ya que generalmente mantiene niveles bajos de intensidad que facilitan su distribución generalizada en la población. Pero en determinados entornos, la lógica opuesta tiene mucho más sentido: cuando un virus tiene numerosos huéspedes de la misma especie en estrecha proximidad, y especialmente cuando estos huéspedes pueden tener ya ciclos de vida acortados, el aumento de la virulencia se convierte en una ventaja evolutiva.

De nuevo, el ejemplo de la gripe aviar es un ejemplo destacado. Wallace señala que los estudios han demostrado que «no hay cepas endémicas altamente patógenas [de influenza] en las poblaciones de aves silvestres, que son el reservorio-fuente último de casi todos los subtipos de gripe»[3]. En cambio, las poblaciones domesticadas agrupadas en granjas industriales parecen mostrar una clara relación con esos brotes, por razones obvias:

Los crecientes monocultivos genéticos de animales domésticos eliminan cualquier cortafuegos inmunológico que pueda existir para frenar la transmisión. Los tamaños y las densidades de población más grandes facilitan mayores tasas de transmisión. Tales condiciones de hacinamiento reducen la respuesta inmunológica. El alto rendimiento, que forma parte de cualquier producción industrial, proporciona un suministro continuamente renovado de susceptibles, el combustible para la evolución de la virulencia[4].

Y, por supuesto, cada una de estas características es una consecuencia de la lógica de la competencia industrial. En particular, la rápida tasa de «rendimiento» en tales contextos tiene una dimensión biológica muy marcada: «Tan pronto como los animales industriales alcanzan el volumen adecuado, son sacrificados. Las infecciones de influenza residentes deben alcanzar rápidamente su umbral de transmisión en cualquier animal dado […]. Cuanto más rápido se produzcan los virus, mayor será el daño al animal»[5]. Irónicamente, el intento de suprimir tales brotes mediante la eliminación masiva —como en los recientes casos de peste porcina africana, que provocaron la pérdida de casi una cuarta parte del suministro mundial de carne de cerdos— puede tener el efecto no deseado de aumentar aún más esta presión de selección, induciendo así la evolución de cepas hipervirulentas. Aunque tales brotes se han producido históricamente en especies domesticadas, a menudo después de períodos de guerra o catástrofes ambientales que ejercen una mayor presión sobre las poblaciones de ganado, es innegable que el aumento de la intensidad y la virulencia de tales enfermedades ha seguido a la expansión de la producción capitalista.

Historia y etiología

Las plagas son en gran medida la sombra de la industrialización capitalista, mientras que también actúan como su precursor. Los casos evidentes de viruela y otras pandemias introducidas en América del Norte son un ejemplo demasiado simple, ya que su intensidad se vio aumentada por la separación a largo plazo de las poblaciones a través de la geografía física; y esas enfermedades, sin embargo, ya habían adquirido su virulencia a través de las redes mercantiles precapitalistas y la urbanización temprana en Asia y Europa. Si en cambio miramos a Inglaterra, donde el capitalismo surgió primero en el campo a través de la limpieza masiva de campesinos de la tierra para ser reemplazados por monocultivos de ganado, vemos los primeros ejemplos de estas plagas distintivas del capitalismo. Tres pandemias diferentes ocurrieron en la Inglaterra del siglo XVIII, abarcando 1709-1720, 1742-1760 y 1768-1786. El origen de cada una fue el ganado importado de Europa, infectado por las pandemias precapitalistas normales que siguieron a los combates. Pero en Inglaterra, el ganado había comenzado a concentrarse de nuevas maneras, y la introducción del ganado infectado se propagaría por la población de manera mucho más agresiva que en Europa. No es casual, entonces, que los brotes se centraran en las grandes lecherías de Londres, que ofrecían entornos ideales para la intensificación de los virus.

En última instancia, cada uno de los brotes fue contenido mediante una eliminación selectiva y temprana en menor escala, combinada con la aplicación de prácticas médicas y científicas modernas; en esencia similares a la forma en que se sofocan esas epidemias hoy en día. Éste es el primer ejemplo de lo que se convertiría en una pauta clara, imitando la de la propia crisis económica: colapsos cada vez más intensos que parecen poner a todo el sistema en un precipicio, pero que en última instancia se superan mediante una combinación de sacrificios masivos que despejan el mercado/población y una intensificación de los avances tecnológicos; en este caso prácticas médicas modernas más nuevas vacunas, que a menudo llegan demasiado poco y demasiado tarde, pero que sin embargo ayudan a limpiar las cosas tras la devastación.

Pero este ejemplo de la patria del capitalismo también debe ir acompañado de una explicación de los efectos que las prácticas agrícolas capitalistas tuvieron en su periferia. Mientras que las pandemias de ganado de la Inglaterra capitalista temprana fueron contenidas, los resultados en otros lugares fueron mucho más devastadores. El ejemplo con mayor impacto histórico es probablemente el del brote de peste bovina en África que tuvo lugar en la década de 1890. La fecha en sí no es una coincidencia: la peste bovina había asolado Europa con una intensidad que seguía de cerca el crecimiento de la agricultura en gran escala, sólo frenada por el avance de la ciencia moderna. Pero a finales del siglo XIX se produjo el apogeo del imperialismo europeo, personificado en la colonización de África. La peste bovina fue traída de Europa al África oriental con los italianos, que trataban de alcanzar a otras potencias imperiales colonizando el Cuerno de África mediante una serie de campañas militares. Estas campañas terminaron en su mayor parte en fracaso, pero la enfermedad se propagó luego a través de la población ganadera indígena y finalmente llegó a Sudáfrica, donde devastó la primera economía agrícola capitalista de la colonia, llegando incluso a matar al rebaño en la finca del infame y autoproclamado supremacista blanco Cecil Rhodes. El efecto histórico más amplio fue innegable: al matar hasta el 80-90 % de todo el ganado, la plaga provocó una hambruna sin precedentes en las sociedades predominantemente pastoriles del África subsahariana. A esta despoblación le siguió la colonización invasiva de la sabana por el espino, que creó un hábitat para la mosca tse-tsé, que es portadora de la enfermedad del sueño e impide el pastoreo del ganado. Esto aseguró que la repoblación de la región después de la hambruna fuera limitada, y permitió una mayor expansión de las potencias coloniales europeas en todo el continente.

Además de inducir periódicamente crisis agrícolas y producir las condiciones apocalípticas que ayudaron a que el capitalismo surgiera más allá de sus primeras fronteras, esas plagas también han atormentado al proletariado en el propio núcleo industrial. Antes de volver a los muchos ejemplos más recientes, vale la pena señalar de nuevo que simplemente no hay nada exclusivamente chino en el brote de coronavirus. Las explicaciones de por qué tantas epidemias parecen surgir en China no son culturales: se trata de una cuestión de geografía económica. Esto queda muy claro si comparamos China con Estados Unidos o Europa, cuando estos últimos eran centros de producción mundial y de empleo industrial masivo[6]. Y el resultado es esencialmente idéntico, con todas las mismas características. La muerte del ganado en el campo se produjo en la ciudad debido a las malas prácticas sanitarias y a la contaminación generalizada. Esto se convirtió en el centro de los primeros esfuerzos liberales-progresistas de reforma en las zonas de clase trabajadora, personificados en la recepción de la novela de Upton Sinclair La jungla, escrita originalmente para documentar el sufrimiento de los trabajadores inmigrantes en la industria de la carne, pero que fue retomada por los liberales más ricos preocupados por las violaciones de la salud y las condiciones generalmente insalubres en las que se preparaban sus propios alimentos.

Esta indignación liberal por la «inmundicia», con todo su racismo implícito, todavía define lo que podríamos pensar como la ideología automática de la mayoría de las personas cuando se enfrentan a las dimensiones políticas de algo como las epidemias de coronavirus o SARS. Pero los trabajadores tienen poco control sobre las condiciones en las que trabajan. Más importante aún, mientras que las condiciones insalubres se filtran fuera de la fábrica a través de la contaminación de los suministros de alimentos, esta contaminación es realmente sólo la punta del iceberg. Tales condiciones son la norma ambiental para aquellos que trabajan en ellas o viven en asentamientos proletarios cercanos, y estas condiciones inducen descensos en el nivel de salud de la población que proporcionan condiciones aún mejores para la propagación del vasto conjunto de plagas del capitalismo. Tomemos, por ejemplo, el caso de la gripe española, una de las epidemias más mortíferas de la historia. Fue uno de los primeros brotes de influenza H1N1 (relacionada con brotes más recientes de gripe porcina y aviar), y durante mucho tiempo se supuso que de alguna manera era cualitativamente diferente de otras variantes de la influenza, dado su elevado número de muertes. Si bien esto parece ser cierto en parte (debido a la capacidad de la gripe de inducir una reacción excesiva del sistema inmunológico), en exámenes posteriores de la bibliografía y en investigaciones epidemiológicas históricas se comprobó que tal vez no fuera mucho más virulenta que otras cepas. En cambio, su elevada tasa de mortalidad probablemente se debió principalmente a la malnutrición generalizada, el hacinamiento urbano y las condiciones de vida generalmente insalubres en las zonas afectadas, lo que fomentó no sólo la propagación de la propia gripe sino también el cultivo de superinfecciones bacterianas sobre la viral subyacente[7].

En otras palabras, el número de muertes de la gripe española, aunque se presenta como una aberración imprevisible en el carácter del virus, recibió un impulso equivalente por las condiciones sociales. Mientras tanto, la rápida propagación de la gripe fue posible gracias al comercio y la guerra a escala mundial, que en ese momento se centró en los imperialismos rápidamente cambiantes que sobrevivieron a la Primera Guerra Mundial. Y volvemos a encontrar una historia ya conocida de cómo se produjo una cepa tan mortal de influenza en primer lugar: aunque el origen exacto sigue siendo algo turbio, se supone ahora que se originó en cerdos o aves de corral domesticados, probablemente en Kansas. El momento y el lugar son notables, ya que los años posteriores a la guerra fueron una especie de punto de inflexión para la agricultura estadounidense, que presenció la aplicación generalizada de métodos de producción cada vez más mecanizados y de tipo industrial. Estas tendencias sólo se intensificaron a lo largo de la década de 1920, y la aplicación masiva de tecnologías como la cosechadora indujo tanto a una monopolización gradual como a un desastre ecológico, cuya combinación dio lugar a la crisis del Dust Bowl y a la migración masiva que siguió. La concentración intensiva de ganado que marcaría más tarde las granjas industriales no había surgido todavía, pero las formas más básicas de concentración y rendimiento intensivo que ya habían creado epidemias de ganado en toda Europa eran ahora la norma. Si las epidemias de ganado inglesas del siglo XVIII fueron el primer caso de una plaga de ganado claramente capitalista, y el brote de peste bovina de la década de 1890 en África el mayor de los holocaustos epidemiológicos del imperialismo, la gripe española puede entenderse entonces como la primera de las plagas del capitalismo sobre el proletariado.

La Edad Dorada

Los paralelismos con el actual caso chino son sobresalientes. COVID-19 no puede entenderse sin tener en cuenta las formas en que el desarrollo de China en las últimas décadas en y a través del sistema capitalista mundial ha moldeado el sistema de salud del país y el estado de la salud pública en general. Por consiguiente, la epidemia, por novedosa que sea, es similar a otras crisis de salud pública anteriores a ella, que suelen producirse casi con la misma regularidad que las crisis económicas y que se consideran de manera similar en la prensa popular, como si se tratara de acontecimientos aleatorios, «cisnes negros», totalmente impredecibles y sin precedentes. La realidad, sin embargo, es que estas crisis sanitarias siguen sus propios patrones caóticos y cíclicos de recurrencia, hechos más probables por una serie de contradicciones estructurales incorporadas en la naturaleza de la producción y la vida proletaria bajo el capitalismo. Como en el caso de la gripe española, el coronavirus fue originalmente capaz de arraigarse y propagarse rápidamente debido a una degradación general de la atención sanitaria básica entre la población en general. Pero precisamente porque esta degradación ha tenido lugar en medio de un crecimiento económico espectacular, se ha ocultado detrás del esplendor de las ciudades brillantes y las fábricas masivas. La realidad, sin embargo, es que los gastos en bienes públicos como la atención sanitaria y la educación en China siguen siendo extremadamente bajos, mientras que la mayor parte del gasto público se ha dirigido a la infraestructura de ladrillos y mortero: puentes, carreteras y electricidad barata para la producción.

Mientras tanto, la calidad de los productos del mercado interno suele ser peligrosamente mala. Durante décadas, la industria china ha producido exportaciones de alta calidad y alto valor, hechas con los más altos estándares globales para el mercado mundial, como los iPhones y los chips de computadora. Pero los productos que se dejan para el consumo en el mercado interno tienen normas pésimas, lo que provoca escándalos regulares y una profunda desconfianza del público. Los muchos casos tienen un eco innegable de La jungla de Sinclair y otros cuentos de los Estados Unidos de la «Edad Dorada». El caso más grande que se recuerda, el escándalo de la leche de melamina de 2008, dejó una docena de niños muertos y decenas de miles de personas hospitalizadas (aunque tal vez cientos de miles de personas se vieron afectadas). Desde entonces, varios escándalos han sacudido al público con regularidad: en 2011, cuando se encontró «aceite de cañerías» reciclado de trampas de grasa que se utilizaba en restaurantes de todo el país, o en 2018, cuando las vacunas defectuosas mataron a varios niños, y luego un año más tarde, cuando docenas de personas fueron hospitalizadas al recibir vacunas falsas contra el VPH. Las historias más suaves son aún más rampantes, componiendo un telón de fondo familiar para cualquiera que viva en China: mezcla de sopa instantánea en polvo con jabón para mantener los costos bajos, empresarios que venden cerdos muertos por causas misteriosas a las aldeas vecinas, chismes detallados sobre qué tiendas callejeras son más propensas a enfermar.

Antes de la incorporación pieza por pieza del país al sistema capitalista mundial, servicios como la atención de la salud en China se prestaban antes (principalmente en las ciudades) en el marco del sistema danwei de prestaciones empresariales o (sobre todo, pero no exclusivamente, en el campo) en clínicas locales de atención de la salud atendidas por abundantes «médicos descalzos», todos ellos prestados de forma gratuita. Los éxitos de la atención de la salud de la era socialista, al igual que sus éxitos en la esfera de la educación básica y la alfabetización, fueron lo suficientemente importantes como para que incluso los críticos más duros del país tuvieran que reconocerlos. La fiebre del caracol, que asoló al país durante siglos, fue esencialmente eliminada en gran parte de su núcleo histórico, para volver a entrar en vigor una vez que se empezó a desmantelar el sistema de atención sanitaria socialista. La mortalidad infantil se desplomó y, a pesar de la hambruna que acompañó al Gran Salto Adelante, la esperanza de vida pasó de 45 a 68 años entre 1950 y principios de la década de 1980. La inmunización y las prácticas sanitarias generales se generalizaron, y la información básica sobre nutrición y salud pública, así como el acceso a los medicamentos rudimentarios, fueron gratuitos y accesibles a todos. Mientras tanto, el sistema de médicos descalzos ayudó a distribuir conocimientos médicos fundamentales, aunque limitados, a una gran parte de la población, contribuyendo a construir un sistema de atención de la salud robusto y ascendente en condiciones de grave pobreza material. Vale la pena recordar que todo esto tuvo lugar en un momento en que China era más pobre, per cápita, que el país medio del África subsahariana de hoy.

Desde entonces, una combinación de abandono y privatización ha degradado sustancialmente este sistema al mismo tiempo que la rápida urbanización y la producción industrial no regulada de artículos domésticos y alimentos ha hecho aún más fuerte la necesidad de una atención sanitaria generalizada, por no hablar de los reglamentos sobre alimentos, medicamentos y seguridad. Hoy en día, el gasto público de China en salud es de 323 dólares estadounidenses per cápita, según las cifras de la Organización Mundial de la Salud. Esta cifra es baja incluso entre otros países de «ingresos medios-altos», y es alrededor de la mitad de lo que gastan Brasil, Bielorrusia y Bulgaria. La reglamentación es mínima o inexistente, lo que da lugar a numerosos escándalos del tipo mencionado anteriormente. Mientras tanto, los efectos de todo esto se dejan sentir con mayor fuerza en los cientos de millones de trabajadores migrantes, para los que todo derecho a prestaciones básicas de atención de la salud se evapora por completo cuando abandonan sus ciudades de origen rurales (donde, en virtud del sistema hukou, son residentes permanentes independientemente de su ubicación real, lo que significa que no se puede acceder a los recursos públicos restantes en otro lugar).

Ostensiblemente, se suponía que la asistencia sanitaria pública había sido sustituida a finales de la década de 1990 por un sistema más privatizado (aunque gestionado por el Estado) en el que una combinación de las contribuciones de los empleadores y los empleados se encargaría de la atención médica, las pensiones y el seguro de vivienda. Sin embargo, este sistema de seguridad social ha sufrido de una mala remuneración sistemático, hasta el punto de que las contribuciones supuestamente «requeridas» por parte de los empleadores son a menudo simplemente ignoradas, dejando a la abrumadora mayoría de los trabajadores pagar de su bolsillo. Según la última estimación nacional disponible, sólo el 22% de los trabajadores migrantes tenía un seguro médico básico. Sin embargo, la falta de contribuciones al sistema de seguridad social no es simplemente un acto de rencor por parte de jefes individualmente corruptos, sino que se explica en gran medida por el hecho de que los estrechos márgenes de beneficio no dejan espacio para los beneficios sociales. En nuestro propio cálculo, encontramos que pagar el seguro social en un centro industrial como Dongguan reduciría los beneficios industriales a la mitad y llevaría a muchas empresas a la bancarrota. Para colmar las enormes lagunas, China estableció un plan médico complementario para cubrir a los jubilados y los trabajadores por cuenta propia, que sólo paga unos pocos cientos de yuanes por persona al año en promedio.

Este asediado sistema médico produce sus propias y aterradoras tensiones sociales. Cada año mueren varios miembros del personal médico y docenas de ellos resultan heridos en ataques de pacientes enfadados o, más a menudo, de familiares de pacientes que mueren a su cargo. El ataque más reciente ocurrió en la víspera de Navidad, cuando un médico de Beijing fue apuñalado hasta la muerte por el hijo de un paciente que creía que su madre había muerto por falta de cuidados en el hospital. Una encuesta de médicos encontró que un asombroso 85% había experimentado violencia en el lugar de trabajo, y otra, de 2015, dijo que el 13% de los médicos en China habían sido agredidos físicamente el año anterior. Los médicos chinos ven cuatro veces más pacientes por año que los estadounidenses, mientras que se les paga menos de 15 000 dólares estadounidenses por año; en perspectiva, eso es menos que el ingreso per cápita (16 760 dólares), mientras que en Estados Unidos el salario promedio de un médico (alrededor de 300 000 dólares) es casi cinco veces más que el ingreso per cápita (60 200 dólares). Antes de que se cerrara en 2016 y sus creadores fueran arrestados, el ya desaparecido proyecto de blogs de seguimiento de Lu Yuyu y Li Tingyu registró al menos unas cuantas huelgas y protestas de trabajadores médicos cada mes[8]. En 2015, el último año completo de sus datos meticulosamente recopilados, se produjeron 43 eventos de este tipo. También registraron docenas de «incidentes de [protesta] de tratamiento médico» cada mes, encabezados por familiares de los pacientes, con 368 registrados en 2015.

En estas condiciones de desinversión pública masiva del sistema de salud, no es sorprendente que COVID-19 se haya establecido tan fácilmente. Combinado con el hecho de que nuevas enfermedades transmisibles surgen en China a un ritmo de una cada 1-2 años, las condiciones parecen estar dadas para que tales epidemias continúen. Como en el caso de la gripe española, las condiciones generalmente pobres de salud pública entre la población proletaria han ayudado a que el virus gane terreno y, a partir de ahí, a que se propague rápidamente. Pero, de nuevo, no es sólo una cuestión de distribución. También tenemos que entender cómo se produjo el virus en sí mismo.

No hay ninguna tierra salvaje

En el caso del brote más reciente, la historia es menos sencilla que la de los casos de gripe porcina o aviar, que están tan claramente asociados con el núcleo del sistema agroindustrial. Por una parte, los orígenes exactos del virus no están todavía del todo claros. Es posible que se originara en los cerdos, que son uno de los muchos animales domésticos y salvajes que se trafican en el mercado mojado de Wuhan que parece ser el epicentro del brote, en cuyo caso la causalidad podría ser más similar a los casos anteriores de lo que podría parecer. La mayor probabilidad, sin embargo, parece apuntar hacia el virus originado en murciélagos o posiblemente en serpientes, ambos de los cuales suelen ser recogidos en el medio silvestre. Sin embargo, incluso en este caso existe una relación, ya que el declive de la disponibilidad e inocuidad de la carne de cerdo debido al brote de peste porcina africana ha significado que el aumento de la demanda de carne ha sido a menudo satisfecho por estos mercados mojados que venden carne de caza «salvaje». Pero sin la conexión directa de la ganadería industrial, ¿puede decirse que los mismos procesos económicos tienen alguna complicidad en este brote en particular?

La respuesta es sí, pero de una manera diferente. Una vez más, Wallace señala no una sino dos rutas principales por las que el capitalismo ayuda a gestar y desatar epidemias cada vez más mortales: la primera, esbozada anteriormente, es el caso directamente industrial, en el que los virus se gestan dentro de entornos industriales que han sido totalmente subsumidos en la lógica capitalista. Pero el segundo es el caso indirecto, que tiene lugar a través de la expansión y extracción capitalista en el interior del país, donde virus hasta ahora desconocidos son esencialmente recogidos de poblaciones salvajes y distribuidos a lo largo de los circuitos mundiales de capital. Por supuesto, ambos no están totalmente separados, pero parece ser el segundo caso el que mejor describe la aparición de la epidemia actual[9]. En este caso, el aumento de la demanda de los cuerpos de animales salvajes para el consumo, el uso médico o (como en el caso de los camellos y el MERS) una variedad de funciones culturalmente significativas construye nuevas cadenas mundiales de mercancías en bienes «salvajes». En otros, las cadenas de valor agroecológicas preexistentes se extienden simplemente a esferas anteriormente «salvajes», cambiando las ecologías locales y modificando la interfaz entre lo humano y lo no-humano.

El propio Wallace es claro al respecto, explicando varias dinámicas que crean enfermedades peores a pesar de que los propios virus ya existen en entornos «naturales». La expansión de la producción industrial por sí sola «puede empujar a los alimentos silvestres cada vez más capitalizados hacia lo último del paisaje primario, desenterrando una mayor variedad de patógenos potencialmente protopandémicos». En otras palabras, a medida que la acumulación de capital subsume nuevos territorios, los animales serán empujados a zonas menos accesibles donde entrarán en contacto con cepas de enfermedades previamente aisladas, todo ello mientras que estos mismos animales se están convirtiendo en objetivos de la mercantilización ya que «incluso las especies de subsistencia más salvajes están siendo enlazadas en las cadenas de valor de la agricultura». De manera similar, esta expansión empuja a los humanos más cerca de estos animales y estos ambientes, lo que «puede aumentar la interfaz (y la propagación) entre las poblaciones silvestres no-humanas y la ruralidad recientemente urbanizada». Esto le da al virus más oportunidad y recursos para mutar de una manera que le permite infectar a los humanos, aumentando la probabilidad de una propagación biológica. La geografía de la industria en sí nunca ha sido tan limpiamente urbana o rural de todos modos, así como la agricultura industrial monopolizada hace uso tanto de las explotaciones agrícolas a gran escala como de las pequeñas: «en la pequeña propiedad de un contratista [una granja industrial] a lo largo de la orilla del bosque, un animal de alimentación puede atrapar un patógeno antes de ser enviado a una planta de procesamiento en el anillo exterior de una gran ciudad».

El hecho es que la esfera «natural» ya está subsumida en un sistema capitalista totalmente mundial que ha logrado cambiar las condiciones climáticas de base y devastar tantos ecosistemas precapitalistas 10 que el resto ya no funciona como podría haberlo hecho en el pasado. Aquí reside otro factor causal, ya que, según Wallace, todos estos procesos de devastación ecológica reducen «el tipo de complejidad ambiental con el que el bosque interrumpe las cadenas de transmisión». La realidad, entonces, es que es un nombre equivocado pensar en tales áreas como la «periferia» natural de un sistema capitalista. El capitalismo ya es global, y también totalizante. Ya no tiene un borde o frontera con alguna esfera natural no-capitalista más allá de él, y por lo tanto no hay una gran cadena de desarrollo en la que los países «atrasados» sigan a los que están delante de ellos en su camino hacia la cadena de valor, ni tampoco ninguna verdadera zona salvaje capaz de ser preservada en algún tipo de condición pura e intacta. En su lugar, el capital tiene simplemente un interior subordinado, que a su vez está totalmente subsumido en las cadenas de valor mundiales. Los sistemas sociales resultantes —incluyendo todo, desde el supuesto «tribalismo» hasta la renovación de las religiones fundamentalistas antimodernas— son productos totalmente contemporáneos, y casi siempre están conectados de facto a los mercados globales, a menudo de forma bastante directa. Lo mismo puede decirse de los sistemas biológico-ecológicos resultantes, ya que las zonas «salvajes» son en realidad inmanentes a esta economía mundial tanto en el sentido abstracto de dependencia del clima y los ecosistemas conexos como en el sentido directo de estar conectados a esas mismas cadenas de valor mundiales.

Este hecho produce las condiciones necesarias para la transformación de las cepas virales «salvajes» en pandemias globales. Pero COVID-19 no es la peor de ellas. Una ilustración ideal del principio básico y del peligro global puede encontrarse en el Ébola. El virus del Ébola[11] es un caso claro de un reservorio viral existente que se extiende a la población humana. Las pruebas actuales sugieren que sus huéspedes de origen son varias especies de murciélagos nativos de África occidental y central, que actúan como portadores pero que no se ven afectados por el virus. No ocurre lo mismo con los demás mamíferos salvajes, como los primates y los duikers, que contraen periódicamente el virus y sufren brotes rápidos y de gran mortandad. El Ébola tiene un ciclo de vida particularmente agresivo más allá de sus especies reservorias. A través del contacto con cualquiera de estos huéspedes silvestres, los humanos también pueden infectarse, con resultados devastadores. Se han producido varias epidemias importantes, y la tasa de mortalidad de la mayoría ha sido extremadamente alta, casi siempre superior al 50%. En el mayor brote registrado, que continuó esporádicamente de 2013 a 2016 en varios países de África occidental, se produjeron 11.000 muertes. La tasa de mortalidad de los pacientes hospitalizados en este brote fue del 57 al 59%, y mucho más alta para los que no tenían acceso a los hospitales. En los últimos años, varias vacunas han sido desarrolladas por empresas privadas, pero la lentitud de los mecanismos de aprobación y los estrictos derechos de propiedad intelectual se han combinado con la falta generalizada de una infraestructura sanitaria para producir una situación en la que las vacunas han hecho poco por detener la epidemia más reciente, centralizada en la República Democrática del Congo (RDC) y que ahora es el brote más duradero.

La enfermedad se presenta a menudo como si fuera algo parecido a un desastre natural; en el mejor de los casos al azar, en el peor se culpa a las prácticas culturales «inmundas» de los pobres que viven en los bosques. Pero el momento en que se produjeron estos dos grandes brotes (2013-2016 en África occidental y 2018-presente en la República Democrática del Congo) no es una coincidencia. Ambos han ocurrido precisamente cuando la expansión de las industrias primarias ha desplazado aún más a los habitantes de los bosques y ha perturbado los ecosistemas locales. De hecho, esto parece ser cierto en más casos que en los más recientes, ya que, como explica Wallace, «cada brote del Ébola parece estar relacionado con cambios en el uso de la tierra impulsados por el capital, incluso en el primer brote en Nzara (Sudán) en 1976, donde una fábrica financiada por el Reino Unido hilaba y tejía el algodón local». Del mismo modo, los brotes de 2013 en Guinea se produjeron justo después de que un nuevo gobierno comenzara a abrir el país a los mercados mundiales y a vender grandes extensiones de tierra a conglomerados agroindustriales internacionales. La industria del aceite de palma, notoria por su papel en la deforestación y la destrucción ecológica en todo el mundo, parece haber sido particularmente culpable, ya que sus monocultivos devastan las robustas redundancias ecológicas que ayudan a interrumpir las cadenas de transmisión y al mismo tiempo atraen literalmente a las especies de murciélagos que sirven de reservorio natural para el virus[12].

Mientras tanto, la venta de grandes extensiones de tierra a empresas comerciales agroforestales supone tanto el despojo de los habitantes de los bosques como la perturbación de sus formas locales de producción y cosecha que dependen del ecosistema.

Esto a menudo deja a los pobres de las zonas rurales sin otra opción que internarse más en el bosque al mismo tiempo que se trastorna su relación tradicional con ese ecosistema. El resultado es que la supervivencia depende cada vez más de la caza de animales salvajes o de la recolección de flora y madera locales para su venta en los mercados mundiales. Esas poblaciones se convierten entonces en los representantes de la ira de las organizaciones ecologistas mundiales, que las denuncian como «cazadores furtivos» y «madereros ilegales» responsables de la misma deforestación y destrucción ecológica que las empujó a esos comercios en primer lugar. A menudo, el proceso toma entonces un giro mucho más oscuro, como en Guatemala, donde los paramilitares anticomunistas que quedaron atrás en la guerra civil del país se transformaron en fuerzas de seguridad «verdes», encargadas de «proteger» el bosque de la tala, la caza y el narcotráfico ilegales que eran los únicos oficios disponibles para sus residentes indígenas, que habían sido empujados a tales actividades precisamente por la violenta represión que habían sufrido de esos mismos paramilitares durante la guerra[13]. Desde entonces, el patrón se ha reproducido en todo el mundo, animado por los puestos de los medios de comunicación social en los países de altos ingresos que celebran la ejecución (a menudo literalmente capturada en cámara) de «cazadores furtivos» por parte de las fuerzas de seguridad supuestamente «verdes»[14].

La contención como ejercicio en el arte del Estado

COVID-19 ha captado la atención mundial con una fuerza sin precedentes. El Ébola, la gripe aviar y el SARS, por supuesto, todos tuvieron su frenesí mediático asociado. Pero algo acerca de esta nueva epidemia ha generado un tipo diferente de resistencia. En parte, esto se debe casi con seguridad a la espectacular escala de la respuesta del gobierno chino, que ha dado lugar a imágenes igualmente espectaculares de megalópolis vaciadas que contrastan con la imagen normal de los medios de comunicación de China como superpoblada y contaminada. Esta respuesta también ha sido una fuente fructífera para la especulación normal sobre el inminente colapso político o económico del país, dado un impulso adicional por las continuas tensiones de la fase inicial de la guerra comercial con Estados Unidos. Esto se combina con la rápida propagación del virus para darle el carácter de una amenaza mundial inmediata, a pesar de su baja tasa de mortalidad[15]. Sin embargo, a un nivel más profundo, lo que parece más fascinante de la respuesta del Estado es la forma en que se ha llevado a cabo, a través de los medios de comunicación, como una especie de ensayo general melodramático para la plena movilización de la contrainsurgencia nacional. Esto nos da una idea real de la capacidad represiva del Estado chino, pero también pone de relieve la incapacidad más profunda de ese Estado, revelada por su necesidad de confiar tanto en una combinación de medidas de propaganda total desplegadas a través de todas las facetas de los medios de comunicación y las movilizaciones de buena voluntad de la población local que, de otro modo, no tendría ninguna obligación material de cumplir. Tanto la propaganda china como la occidental han hecho hincapié en la capacidad represiva real de la cuarentena: la primera de ellas como un caso de intervención gubernamental eficaz en una emergencia y la segunda como otro caso más de extralimitación totalitaria por parte del distópico Estado chino. La verdad no dicha, sin embargo, es que la misma agresión de la represión significa una incapacidad más profunda en el Estado chino, que en sí mismo está todavía completamente en construcción.

Esto en sí mismo nos ofrece una ventana para contemplar la naturaleza del Estado chino, mostrando cómo está desarrollando nuevas e innovadoras técnicas de control social y respuesta a la crisis capaces de ser desplegadas incluso en condiciones en las que la maquinaria básica del Estado es escasa o inexistente. Esas condiciones, por su parte, ofrecen un panorama aún más interesante (aunque más especulativo) de cómo podría responder la clase dirigente de un país determinado cuando una crisis generalizada y una insurrección activa causen averías similares incluso en los Estados más robustos. El broteviral se vio favorecido en todos los aspectos por las deficientes conexiones entre los niveles de gobierno: la represión de los médicos «denunciantes» por parte de los funcionarios locales en contra de los intereses del gobierno central, los ineficaces mecanismos de notificación de los hospitales y la prestación extremadamente deficiente de la atención sanitaria básica son sólo algunos ejemplos. Mientras tanto, los diferentes gobiernos locales han vuelto a la normalidad a ritmos diferentes, casi completamente fuera del control del Estado central (excepto en Hubei, el epicentro). En el momento de redactar este texto, parece casi totalmente aleatorio qué puertos están en funcionamiento y qué locales han reanudado la producción. Pero esta cuarentena de bricolaje ha hecho que las redes logísticas de larga distancia entre ciudades sigan perturbadas, ya que cualquier gobierno local parece ser capaz de impedir simplemente el paso de trenes o camiones de carga a través de sus fronteras. Y esta incapacidad a nivel de base del gobierno chino le ha obligado a tratar con el virus como si fuera una insurgencia, jugando a la guerra civil contra un enemigo invisible.

La maquinaria estatal nacional comenzó a funcionar realmente el 22 de enero, cuando las autoridades mejoraron las medidas de respuesta de emergencia en toda la provincia de Hubei, y dijeron al público que tenían la autoridad legal para establecer instalaciones de cuarentena, así como para «recoger» el personal, los vehículos y las instalaciones necesarias para la contención de la enfermedad, o para establecer bloqueos y controlar el tráfico (con lo que se sellaba un fenómeno que sabía que ocurriría a pesar de todo). En otras palabras, el pleno despliegue de los recursos estatales comenzó en realidad con un llamamiento a los esfuerzos voluntarios en nombre de los habitantes de la localidad. Por un lado, un desastre tan masivo pondrá a prueba la capacidad de cualquier Estado (véase, por ejemplo, la respuesta a los huracanes en Estados Unidos). Pero, por otra parte, esto repite una pauta común en el arte de gobernar de China, según la cual el Estado central, al carecer de estructuras de mando formales y eficaces que se extiendan hasta el nivel local, debe basarse en una combinación de llamamientos ampliamente difundidos para que los funcionarios y los ciudadanos locales se movilicen y una serie de castigos a posteriori para los que peor respondan (enmarcados en la lucha contra la corrupción). La única respuesta verdaderamente eficaz se encuentra en zonas específicas en las que el Estado central concentra el grueso de su poder y su atención, en este caso, Hubei en general y Wuhan en particular. En la mañana del 24 de enero, la ciudad ya se encontraba en un cierre total efectivo, sin trenes que entraran o salieran casi un mes después de que se detectara la nueva cepa del coronavirus. Las autoridades sanitarias nacionales han declarado que las autoridades sanitarias tienen la capacidad de examinar y poner en cuarentena a cualquier persona a su discreción. Además de las principales ciudades de Hubei, docenas de otras ciudades de toda China, incluidas Beijing, Cantón, Nankín y Shanghái, han puesto en marcha cierres de diversa gravedad para los flujos de personas y mercancías que entran y salen de sus fronteras.

En respuesta al llamamiento del Estado central a movilizarse, algunas localidades han tomado sus propias iniciativas extrañas y severas. Las más espantosas de ellas se encuentran en cuatro ciudades de la provincia de Zhejiang, en las que se han expedido pasaportes locales a 30 millones de personas, lo que permite que sólo una persona por hogar salga de su casa una vez cada dos días. Ciudades como Shenzhen y Chengdu han ordenado que cada barrio sea cerrado, y han permitido que edificios enteros de departamentos sean puestos en cuarentena durante catorce días si se encuentra un solo caso confirmado del virus en su interior. Mientras tanto, cientos de personas han sido detenidas o multadas por «difundir rumores» sobre la enfermedad, y algunas que han huido de la cuarentena han sido arrestadas y sentenciadas a un largo tiempo de cárcel, y las propias cárceles están experimentando ahora un grave brote, debido a la incapacidad de los funcionarios de aislar a los individuos enfermos incluso en un entorno literalmente diseñado para un fácil aislamiento. Este tipo de medidas desesperadas y agresivas reflejan las de los casos extremos de contrainsurgencia, recordando muy claramente las acciones de la ocupación militar-colonial en lugares como Argelia o, más recientemente, Palestina. Nunca antes se habían llevado a cabo a esta escala, ni en megalópolis de este tipo que albergan a gran parte de la población mundial. La conducta de la represión ofrece entonces una extraña lección para quienes tienen la mente puesta en la revolución mundial, ya que es, esencialmente, un simulacro de reacción liderada por el Estado.

Incapacidad

Esta particular represión se beneficia de su carácter aparentemente humanitario, ya que el Estado chino puede movilizar un mayor número de personas para ayudar en lo que es, esencialmente, la noble causa de estrangular la propagación del virus. Pero, como es de esperar, estas medidas de restricción siempre resultan contraproducentes. La contrainsurgencia es, después de todo, una especie de guerra desesperada que se lleva a cabo sólo cuando se han hecho imposibles formas más sólidas de conquista, apaciguamiento e incorporación económica. Es una acción costosa, ineficiente y de retaguardia, que traiciona la incapacidad más profunda de cualquier poder encargado de desplegarla, ya sean los intereses coloniales franceses, el menguante imperio estadounidense u otros. El resultado de la represión es casi siempre una segunda insurgencia, ensangrentada por el aplastamiento de la primera y aún más desesperada. Aquí, la cuarentena difícilmente reflejará la realidad de la guerra civil y la contrainsurgencia. Pero incluso en este caso, la represión ha fracasado a su manera. Con tanto esfuerzo del Estado enfocado en el control de la información y la constante propaganda desplegada a través de todos los aparatos mediáticos posibles, el malestar se ha expresado en gran medida dentro de las mismas plataformas.

La muerte del Dr. Li Wenliang, uno de los primeros denunciantes de los peligros del virus, el 7 de febrero sacudió a los ciudadanos encerrados en sus casas en todo el país. Li fue uno de los ocho médicos detenidos por la policía por difundir «información falsa» a principios de enero, antes de contraer el virus él mismo. Su muerte provocó la ira de los ciudadanos y una declaración de arrepentimiento del gobierno de Wuhan. La gente está empezando a ver que el Estado está formado por funcionarios y burócratas torpes que no tienen ni idea de qué hacer pero que, sin embargo, ponen una cara fuerte[16]. Este hecho se reveló esencialmente cuando el alcalde de Wuhan, Zhou Xianwang, se vio obligado a admitir en la televisión estatal que su gobierno había retrasado la publicación de información crítica sobre el virus después de que se produjera un brote. La propia tensión causada por el brote, combinada con la inducida por la movilización total del Estado, ha empezado a revelar a la población en general las profundas fisuras que se esconden detrás del retrato tan fino como el papel que el gobierno se pinta a sí mismo. En otras palabras, condiciones como éstas han expuesto las incapacidades fundamentales del Estado chino a un número cada vez mayor de personas que anteriormente habrían tomado la propaganda del gobierno al pie de la letra.

#China CCP’s «infection control» propaganda in #Wuhan, locals:
«They’re here everyday only to take group photos with the Party flag»
«They took off their PPE once they’ve taken the photo. He uses PPE to wipe his car!»
«He just threw PPE into a rubbish bin!»#WuhanCoronavirus pic.twitter.com/Gb1fxBXy12
— W. B. Yeats (@WBYeats1865) February 12, 2020

Si se pudiera encontrar un solo símbolo para expresar el carácter básico de la respuesta del Estado, sería algo como el video de arriba, grabado por un local en Wuhan y compartido con el Internet occidental a través de Twitter en Hong Kong[17]. Esencialmente, muestra a un número de personas que parecen ser médicos o socorristas de algún tipo equipados con un equipo de protección completo tomándose una foto con la bandera china. La persona que filma el video explica que están fuera de ese edificio todos los días para varias operaciones fotográficas. El video sigue a los hombres mientras se quitan el equipo de protección y se quedan parados platicando y fumando, incluso usando uno de los trajes para limpiar su auto. Antes de irse, uno de los hombres arroja sin ceremonias el traje protector en un cesto de basura cercano, sin molestarse en tirarlo al fondo donde no se vea. Videos como éste se han difundido rápidamente antes de ser censurados: pequeñas lágrimas en el fino velo del espectáculo autorizado por el Estado.

En un nivel más fundamental, la cuarentena también ha comenzado a ver la primera ola de reverberaciones económicas en la vida personal de las personas. Se ha informado ampliamente sobre el aspecto macroeconómico de esta situación, ya que una disminución masiva del crecimiento chino podría provocar una nueva recesión mundial, especialmente si se combina con un estancamiento continuo en Europa y una reciente caída de uno de los principales índices de salud económica en Estados Unidos, que muestra una repentina disminución de la actividad comercial. En todo el mundo, las empresas chinas y las que dependen fundamentalmente de las redes de producción chinas están estudiando ahora sus cláusulas de «fuerza mayor», que permiten los retrasos o la cancelación de las responsabilidades que entrañan ambas partes en un contrato comercial cuando ese contrato se vuelve «imposible» de cumplir. Aunque de momento es poco probable, la mera perspectiva ha hecho que se restablezca una cascada de demandas de producción en todo el país. La actividad económica, sin embargo, sólo se ha reactivado en un patrón de retazos, todo funcionando ya sin problemas en algunas áreas mientras que en otras todavía está en pausa indefinida. Actualmente, el 1 de marzo se ha convertido en la fecha provisional en la que las autoridades centrales han pedido que todas las zonas fuera del epicentro del brote vuelvan a trabajar.

Pero otros efectos han sido menos visibles, aunque posiblemente mucho más importantes. Muchos trabajadores migrantes, incluidos los que se habían quedado en sus ciudades de trabajo para el Festival de Primavera o que pudieron regresar antes de que se aplicaran varios cierres, están ahora atrapados en un peligroso limbo. En Shenzhen, donde la gran mayoría de la población es migrante, los lugareños informan de que el número de personas sin hogar ha empezado a aumentar. Pero las nuevas personas que aparecen en las calles no son personas sin hogar de larga duración, sino que tienen la apariencia de ser literalmente abandonadas allí sin ningún otro lugar a donde ir, todavía con ropa relativamente bonita, sin saber dónde es mejor dormir a la intemperie o dónde obtener comida. Varios edificios de la ciudad han visto un aumento en los pequeños robos, sobre todo de comida entregada a la puerta de los residentes que se quedan en casa para la cuarentena. En general, los trabajadores están perdiendo salarios a medida que la producción se estanca. Los mejores escenarios durante los paros laborales son las cuarentenas de dormitorios como la impuesta en la planta de Shenzhen Foxconn, donde los nuevos retornados son confinados a sus cuarteles durante una o dos semanas, se les paga alrededor de un tercio de sus salarios normales y luego se les permite regresar a la línea de producción. Las empresas más pobres no tienen esa opción, y el intento del gobierno de ofrecer nuevas líneas de crédito barato a las empresas más pequeñas probablemente no sirva de mucho a largo plazo. En algunos casos, parece que el virus simplemente acelerará las tendencias preexistentes de reubicación de fábricas, ya que empresas como Foxconn amplían la producción en Vietnam, India y México para compensar la desaceleración.

La guerra surrealista

Mientras tanto, la torpe respuesta temprana al virus, la dependencia del Estado de medidas particularmente punitivas y represivas para controlarlo, y la incapacidad del gobierno central para coordinar eficazmente entre las localidades para hacer malabarismos con la producción y la cuarentena simultáneamente, todo indica que una profunda incapacidad permanece en el corazón de la maquinaria del Estado. Si, como nuestro amigo Lao Xie argumenta, el énfasis de la administración Xi ha sido en la «construcción del Estado», parece que queda mucho trabajo por hacer en ese sentido. Al mismo tiempo, si la campaña contra el COVID-19 puede leerse también como un simulacro de lucha contra la insurgencia, es notable que el gobierno central sólo tenga la capacidad de proporcionar una coordinación eficaz en el epicentro de Hubei y que sus respuestas en otras provincias — incluso en lugares ricos y bien considerados como Hangzhou— sigan siendo en gran medida descoordinadas y desesperadas. Podemos tomar esto de dos maneras: primero, como una lección sobre la debilidad que subyace en los bordes duros del poder estatal, y segundo, como una advertencia sobre la amenaza que aún representan las respuestas locales descoordinadas e irracionales cuando la maquinaria del Estado central está abrumada.

Estas son lecciones importantes para una época en que la destrucción causada por la acumulación interminable se ha extendido tanto hacia arriba en el sistema climático mundial como hacia abajo en los substratos microbiológicos de la vida en la Tierra. Tales crisis sólo se harán más comunes. A medida que la crisis secular del capitalismo adquiera un carácter aparentemente no-económico, nuevas epidemias, hambrunas, inundaciones y otros desastres «naturales» se utilizarán como justificación de la ampliación del control estatal, y la respuesta a esas crisis funcionará cada vez más como una oportunidad para ejercer nuevas herramientas no probadas para la contrainsurgencia. Una política comunista coherente debe comprender ambos hechos juntos. A nivel teórico, esto significa comprender que la crítica al capitalismo se empobrece cuando se separa de las ciencias duras. Pero en el plano práctico, también implica que el único proyecto político posible hoy en día es el que es capaz de orientarse en un terreno definido por un desastre ecológico y microbiológico generalizado, y de operar en este estado perpetuo de crisis y atomización.

En una China en cuarentena, empezamos a vislumbrar tal paisaje, al menos en sus contornos: calles vacías del final del invierno desempolvadas por la más mínima película de nieve intacta, rostros iluminados por teléfono que se asoman por las ventanas, barricadas de casualidad atendidas por unas cuantas enfermeras, policías, voluntarios de repuesto o simplemente actores pagados encargados de izar banderas y decirles que se pongan la máscara y vuelvan a casa. El contagio es social. Por lo tanto, no debe sorprender que la única manera de combatirlo en una etapa tan tardía es librar una especie de guerra surrealista contra la sociedad misma. No se reúnan, no causen el caos. Pero el caos también se puede construir en el aislamiento. Mientras los hornos de todas las fundiciones se enfrían hasta convertirse en brasas que crepitan suavemente y luego en cenizas heladas, las muchas desesperaciones menores no pueden evitar salir de esa cuarentena para caer juntos en un caos mayor que un día, como este contagio social, podría ser difícil de contener.

Errancia de la Humanidad. Jacques Camatte [Segunda parte]

marzo 2nd, 2021 by Notas del mundo ideologico

Nota NMI: todos los números que se presentan durante el texto corresponden a las notas insertas en el mismo. Estas se pueden leer en la versión digital del mismo texto que se encuentra en la barra lateral derecha de este blog.

Errancia de la humanidad [Segunda parte]

II. ¿Decadencia del Modo de Producción Capitalista o decadencia de la
humanidad?

1. ¿Decadencia del Modo de Producción Capitalista o Decadencia de la Humanidad?

Muchas veces se escribió y se pensó que el comunismo florecería después de la destrucción del modo de producción capitalista, el cual sería minado por contradicciones propias tales que harían inevitable su final. Sin embargo, numerosos eventos de este siglo nos han llevado, infelizmente, a considerar otras posibilidades: el retorno de la “barbarie”, analizado por R. Luxemburgo y toda el ala izquierda del movimiento proletario alemán, así como por Adorno y la Escuela de Frankfurt; la destrucción de la especie humana, como es evidente a cada día que pasa para todos y cada uno de nosotros; En definitiva, un estado de estancamiento en que el modo capitalista de producción sobrevive adaptando a su propia dinámica a una humanidad degradada que carece del poder para destruirlo. Para comprender el fracaso de un futuro que se pensaba inevitable, es necesario tomar en consideración la domesticación de los seres humanos implementada por todas las sociedades de clases, especialmente por la sociedad capitalista, y por tanto debemos analizar la autonomización del capital.

No pretendemos tratar exhaustivamente todas esas desviaciones históricas en unas pocas páginas. Comentando un pasaje de los Grundrisse de Marx podemos mostrar que es posible comprender la autonomización del capital sobre la base de la obra de Marx, y que al hacerlo podemos al mismo tiempo ver la contradicciones en el pensamiento marxista y su incapacidad para resolver el problema. El pasaje es del capítulo sobre el proceso de circulación. Para comprenderlo, debemos tener en mente lo que Marx afirma brevemente antes de este pasaje:

El tiempo de circulación aparece así como una barrera a la productividad del trabajo = un incremento en el tiempo de trabajo necesario = una disminución del tiempo de plustrabajo = una disminución de la plusvalía = una obstrucción, una barrera al proceso de autorealización [Selbstverwertungsprozess] del capital. ” [1]

Aquí Marx hace una digresión extremadamente importante:

“Aparece aquí la tendencia universal del capital, que lo diferencia de todos los estadios anteriores de la producción. Aunque por su propia naturaleza es limitado, tiende a un desarrollo universal de las fuerzas productivas y se convierte en la premisa de un nuevo modo de producción, que no está fundado sobre el desarrollo de las fuerzas productivas con vistas a reproducir y a lo sumo ampliar una situación determinada, sino que es un modo de producción en el cual el mismo desarrollo libre, expedito, progresivo y universal de las fuerzas productivas constituye la premisa de la sociedad y por ende de su reproducción; en el cual la única premisa es superar el punto de partida.” [2].

Lo que hace que el capital sea una barrera para sí mismo no se establece aquí, sino que se hace hincapié en su aspecto positivo, en su aspecto revolucionario (este aspecto revolucionario es recalcado en muchas otras páginas de los Grundrisse y de El Capital): la tendencia hacia un desarrollo universal de las fuerzas productivas. Sin embargo, y esto es lo que nos interesa aquí, el capital no puede realizar esto; esta será la tarea de un modo de producción superior. El futuro de la sociedad toma aquí la forma de un movimiento indefinido, acumulativo.

“Esta tendencia – que es inherente al capital, pero al mismo tiempo lo contradice como forma limitada de producción y por consiguiente tiende a su disolución – distingue al capital de todos los modos de producción anteriores e implica, al mismo tiempo, que el capital esté puesto como un simple punto de transición.” [3]

Por consiguiente, el capital se dirige hacia su propia abolición por medio de esta contradicción. Es una lástima que Marx no mencione aquí que es lo que entiende por “forma limitada de producción”, ya que esto nos habría permitido “ver” claramente que es lo que significa para él esa contradicción en este caso específico. Esto condiciona la comprensión de aquella afirmación de que el modo de producción capitalista es una forma transitoria de producción. Incluso sin una explicación de la contradicción, podemos entenderla de la siguiente forma: el modo de producción capitalista no es eterno – un argumento polémico de Marx contra los ideólogos burgueses. Este es el contenido principal de su afirmación. Pero existe otro argumento incrustado en las afirmaciones precedentes: el modo de producción capitalista es revolucionario y hace posible la transición hacia una formación social superior en la que los seres humanos ya no estarán dominados por la esfera de la necesidad (la esfera de producción de la vida material) y, por lo tanto, en la que la alineación y el extrañamiento humano dejarán de existir.

Hoy, después de que el Marxismo se haya manifestado como una teoría del desarrollo, otra parte de esta sentencia se vuelve fundamental: existe un continuum entre los dos periodos. ¿Qué es una transición sino lo opuesto al quiebre? Este continuum consiste en el desarrollo de las fuerzas productivas. De allí resulta una relación vergonzosa, pero real: Marx – Lenin – Stalin! Sin embargo, ese no es el tema que estamos analizando aquí. Nuestro objetivo es determinar en qué consisten las fuerzas productivas y para quién estas existen, según Marx en los Grundrisse.

“Todas las formas de sociedad, hasta el presente, han sucumbido por el desarrollo de la riqueza o, lo que es lo mismo, de las fuerzas productivas sociales.” [4]

La riqueza reside en las fuerzas productivas y en los resultados de su acción. Existe una contradicción aquí que, de acuerdo con Marx, caracteriza la totalidad de la historia humana: La riqueza es necesaria y por ello se la desea, sin embargo su desarrollo destruye las sociedades. Por lo tanto, las sociedades deben oponerse a su desarrollo. Este no es el caso del modo de producción capitalista (y así destruye todas las otras formaciones sociales existentes), el cual exalta las fuerzas productivas, pero… ¿Para quién?

“Por eso entre los antiguos, que eran conscientes de ello, se denunció directamente la riqueza como disolvente de la comunidad [Gemeinwesen]. El régimen feudal, por su parte, se desmorona por obra dela industria urbana, del comercio, la agricultura moderna (e incluso de ciertos inventos, como la pólvora y la imprenta). Con el desarrollo de la riqueza – y consiguientemente también de nuevas fuerzas y de una relación más amplia entre los individuos – se disolvieron las condiciones económicas sobre las que reposaba la comunidad [Gemeinwesen] y las relaciones políticas entre los diversos elementos componentes de la entidad comunitaria que correspondían a ésta: la religión en la cual se contemplaba idealizada (y ambas se fundaban a su vez en una relación determinada con la naturaleza,
en la cual se resuelve toda fuerza productiva); el carácter de las concepciones, etc., de los individuos. El solo desarrollo de la ciencia – id est, de la forma más sólida de la riqueza, tanto producto como productora de la misma – era suficiente para disolver esta comunidad. Empero, el desarrollo de la ciencia, de esta riqueza ideal y a la vez práctica, es sólo un aspecto, una forma bajo la cual aparece el desarrollo de las fuerzas productivas humanas, id est de la riqueza. Desde el punto de vista ideal bastaba con la disolución de determinada forma de consciencia para matar una época entera. En la realidad, esta barrera de la conciencia corresponde a determinado grado de desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas materiales y en consecuencia por la riqueza. Ciertamente, no sólo se operaba un desarrollo sobre la vieja base, sino un desenvolvimiento de la base misma .” [5]

Para Marx, las fuerzas productivas son humanas (nacidas desde el ser humano) y existen para el ser humano, para el individuo. La ciencia como una fuerza productiva (y así también la riqueza, como ya lo mostró Marx antes en los Manuscritos y en La Ideología Alemana) está determinada por el desarrollo de esas fuerzas que se corresponden con la aparición de un gran número de externalizaciones, un gran número de posibilidades de apropiarse de la naturaleza. Incluso si toma una forma ambigua, el florecimiento del ser humano es posible; es este el momento en que, con el desarrollo de una clase dominante, los individuos pueden encontrar el modelo de una de vida plena. Para Marx, el modo capitalista de producción, al forzar el desarrollo de las fuerzas productivas, hace posible una autonomización liberadora del individuo humano. Este es su aspecto revolucionario más importante.

“El desarrollo más alto de esta misma base, (la floración en la que esta se desarrolla; pero siempre es, no obstante, esta base, esta planta como floración; de allí el marchitamiento tras la floración y como consecuencia de la floración) constituye el punto en el cual ella misma ha sido elaborada en la forma en que es compatible con el más alto desarrollo de las fuerzas productivas, y por tanto también con el más alto desarrollo de los individuos. Tan pronto es alcanzado este punto, el desarrollo posterior se presenta como decadencia y el nuevo desenvolvimiento comienza a partir de una base nueva.” [6]

Existe decadencia porque el desarrollo de los individuos está obstruido. No es posible usar esta sentencia para defender la teoría de la decadencia del modo de producción capitalista [7], ya que podría afirmarse que esta decadencia comenzó no en los inicios de este siglo, sino por lo menos en la mitad del siglo anterior; O bien tendría que demostrarse que la decadencia de los individuos es simultánea a la decadencia del capital, lo cual contradice aquello que podemos observar; Marx mismo explica repetidamente que el desarrollo del capital va acompañado por la destrucción de los seres humanos y de la naturaleza.

¿En qué momento el desarrollo de las fuerzas productivas ha ido acompañado del desarrollo de los individuos en las diferentes sociedades? ¿En qué momento el modo de producción capitalista ha sido revolucionario tanto para sí mismo como para los seres humanos? ¿Avanzan continuamente las fuerzas productivas a despecho de la decadencia de los individuos? Marx dice: “…el mayor desarrollo aparece como la mayor decadencia” ¿Si las fuerzas productivas se estancan; entra en decadencia el modo de producción capitalista? [8]

El balance de la digresión de Marx confirma que la decadencia se refiere específicamente a los seres humanos. Los individuos florecen cuando las fuerzas productivas les permiten desarrollarse, cuando la evolución de los individuos va de la mano con la evolución de las fuerzas productivas. Por medio de la comparación con los periodos pre – capitalistas, Marx muestra que el capital no es hostil a la riqueza sino que, por el contrario, impulsa su producción. De este modo, absorbe el desarrollo de las fuerzas productivas. Antiguamente, el desarrollo de los seres humanos, de su comunidad, se oponía al desarrollo de la riqueza; ahora existe algo una especie de simbiosis entre ambos procesos. Para que esto sucediera, una cierta transformación fue necesaria: el capital tenía que destruir el carácter limitado del individuo; este es otro aspecto de su carácter revolucionario.

“Hemos visto precedentemente que la propiedad de las condiciones de producción estaba puesta como idéntica a determinada forma limitada de entidad comunitaria [Gemeinwesen]; por tanto en las cualidades del individuo – cualidades limitadas y desarrollo limitado de las fuerzas productivas – [requeridas] para constituir tal entidad comunitaria [Gemeinwesen]. Este supuesto mismo era a su vez, y por su parte, el resultado de un limitado estadio histórico de desarrollo de las fuerzas productivas; de la riqueza así como del modo de crearla. El objetivo de la comunidad [Gemeinwesen], del individuo – así como la condición de la producción – era la reproducción de estas determinadas relaciones de producción y de los individuos, tanto aisladamente como en sus diferenciaciones y relaciones sociales, en cuanto portadores vivos de estas condiciones. El capital, pone la producción de la riqueza misma y por ende el desarrollo universal de las fuerzas productivas, la subversión constante de sus presupuestos vigentes, como supuestos de su reproducción. El valor no excluye ningún valor de uso, y por tanto no incluye ningún tipo particular de consumo, etc., de circulación, etc., como condición absoluta; asimismo, cualquier grado de desarrollo de las fuerzas productivas sociales, de la circulación del saber, no se le aparece más que como barrera que se afana por superar.” [9]

Este pasaje tiene consecuencias importantes. No existe ninguna referencia al proletariado; este es el papel revolucionario del capital que supera todas las condiciones previamente existentes. Marx ya había dicho esto de una forma más contundente:

“Opera destructivamente contra todo esto, es constantemente revolucionario, derriba todas las barreras que obstaculizan el desarrollo de las fuerzas productivas, la ampliación de las necesidades, la diversidad de la producción y la explotación e intercambio de las fuerzas naturales y espirituales. “[10]

Estamos forzados a tomar una nueva perspectiva de aproximación a la forma en que Marx sitúa la clase proletaria en el contexto de una continua revolución generada por el desarrollo del modo capitalista de producción. Lo que es inmediatamente evidente es que el modo de producción capitalista es revolucionario en relación a la destrucción de las antiguas relaciones sociales, y que el proletariado es definido como revolucionario en relación al capital. Sin embargo, este es el momento en que el problema comienza: el capitalismo es revolucionario porque desarrolla las fuerzas productivas; el proletariado no puede ser revolucionario si, después de su revolución, desarrolla o permite un desarrollo diferente de las fuerzas productivas. ¿Cómo podemos distinguir tangiblemente el rol revolucionario de uno respecto al rol revolucionario del otro? ¿Cómo podemos justificar la destrucción del modo capitalista de producción por el proletariado? Esto no puede realizarse dentro del estrecho contexto económico. Marx nunca encaró este problema porque estaba absolutamente convencido de que los proletarios se rebelarían en contra del capital. Debemos, por consiguiente, encarar este problema si es que deseamos emerger de este impasse creado por la aceptación de esa teoría que decía que las relaciones de producción entrarían en conflicto con el desarrollo de las fuerzas productivas (fuerzas productivas cuyo postulado era existir para los seres humanos, ya que si este no es el caso… ¿Por qué los seres humanos habrían de rebelarse contra el capital?). Si las fuerzas productivas no existen para los seres humanos sino para el capital, y si ellas entran en conflicto con las relaciones de producción, esto significa que esas relaciones no proporcionan la estructura adecuada al modo de producción capitalista y, por tanto, puede haber una revolución que no sea al mismo tiempo una revolución para los seres humanos (por ejemplo, el fenómeno general que es denominado fascismo). Consecuentemente, el capital escapa. En el pasaje que nosotros estamos examinando, Marx hace una extraordinaria afirmación sobre la dominación del capital:

“Su propio supuesto – el valor – está puesto como producto, no como supuesto superior que se cierne sobre la producción. ” [11]

El capital domina el valor. Por tanto, puesto que el trabajo es la substancia del valor, de esto se sigue que el capital domina a los seres humanos. Marx se refiere solamente de forma indirecta al presupuesto del capital que es, simultáneamente, su propio producto: el trabajo asalariado, particularmente la existencia de una fuerza de trabajo que hace posible la valorización:

“La barrera del capital consiste en que todo este desarrollo se efectúa antitéticamente y en que la elaboración de las fuerzas productivas, de la riqueza general, etc., del saber, etc., se presenta de tal suerte que el propio individuo laborioso se enajena [sich entaussert]; se comporta con las condiciones elaboradas a partir de él no como condiciones de su propia riqueza, sino de la riqueza ajena y de su propia miseria.” [12]

¿Cómo puede ser esto un límite para el capital? Uno podría suponer que una baja en el consumo por parte de los trabajadores causaría una crisis, una crisis fatal. Esta es una de las posibilidades; al menos así lo parece en algunas ocasiones. Sin embargo, Marx siempre fue reacio a fundamentar sobre este tipo de terreno una teoría de la crisis, lo cual no le impide mencionar esta baja en el consumo. Para Marx el capital tiene una barrera porque despoja al trabajador individual. Debemos tener en mente que él está argumentando en contra de los apologetas del capital y quiere mostrar que el modo capitalista de producción no es ni eterno ni alcanza la emancipación humana. En el curso de su análisis, llega al punto de considerar la posibilidad de que el capital escape al condicionamiento humano. Nosotros percibimos que no son las fuerzas productivas las que se han vuelto autónomas, sino el capital, ya que en un momento dado las fuerzas productivas se vuelven para el capital “una barrera que se afana por superar.” Esto tiene lugar como sigue: las fuerzas productivas ya no son fuerzas productivas de los seres humanos sino del capital; ellas existen para el capital. [13]

El despojo (alienación) del trabajador individual no puede ser una barrera para el capital, a menos que para Marx eso significara una barrera en el sentido de una debilidad; tal como una debilidad que podría hacer al modo capitalista de producción inferior a otros modos de producción, particularmente si contrastamos esta debilidad con el enorme desarrollo de las fuerzas productivas que este impulsa. En la obra de Marx existe una ambigüedad con respecto al sujeto para el cual existen las fuerzas productivas: ¿existen para el ser humano o para el capital? Esta ambigüedad da lugar a dos interpretaciones de Marx. La interpretación ética (véase principalmente Rubel) enfatiza la magnitud con la que Marx denuncia la destrucción del ser humano por el capital, e insiste vigorosamente que el modo de producción capitalista es solamente una etapa transitoria. La interpretación de Althusser y su escuela mantiene que Marx no tuvo éxito en eliminar al ser humano de sus análisis económicos, lo que refleja su incapacidad de abandonar un discurso ideológico. De allí se desprende el problema de Althusser: situar correctamente un quiebre epistemológico en la obra de Marx.

Es posible salir de esta ambigüedad. Si el capital logra superar esta barrera, conquista su completa autonomía. Por ello es que Marx postula que el capital debe abolirse a sí mismo; esta abolición proviene del hecho de que el capital no puede desarrollar las fuerzas productivas para los seres humanos, mientras que al mismo tiempo hace posible un desarrollo variado y universal que solamente puede ser realizado por un modo de producción superior. Aquí se encierra una contradicción: el capital escapa del dominio de los seres humanos, pero debe perecer porque no puede desarrollar las fuerzas productivas humanas. Esto también contradice el análisis de Marx sobre la destrucción de los seres humanos por el capital. En efecto, ¿Cómo pueden rebelarse unos seres humanos destruidos? Es posible,
ignorando tales contradicciones, considerar a Marx como un profeta de la decadencia del capital, pero entonces eso dificultaría comprender la totalidad de su obra o nuestra actual situación histórica. El fin de la digresión de Marx aclara estas contradicciones.

“Esta forma antitética misma, sin embargo, es pasajera y produce las condiciones reales de su propia abolición. El resultado es: el desarrollo general, conforme a su tendencia y potencialmente de las fuerzas productivas – de la riqueza en general – como base, y asimismo de la universalidad de la comunicación, por ende el mercado mundial como base. La base como posibilidad del desarrollo universal del individuo, y el desarrollo real de los individuos, a partir de esta base, como constante abolición de su traba, que es sentida como una traba y no como un límite sagrado. La universalidad del individuo, no como universalidad pensada o imaginada, sino como universalidad de sus relaciones reales e ideales. De ahí, también, comprensión de su propia historia como un proceso y conocimiento de la naturaleza (el cual existe asimismo como práctico sobre ésta) como su cuerpo real. El proceso mismo del desarrollo, puesto y sabido como supuesto del mismo. Para ello, no obstante, es necesario ante todo que el desarrollo pleno de las fuerzas productivas se haya convertido en condición de la producción; que determinadas condiciones de la producción no estén puestas como límites para el desarrollo de las fuerzas productivas.” [14]

Si este proceso concierne a los individuos, el capital tiene que ser destruido y las fuerzas productivas tienen que servir para los seres humanos. En el artículo, “La KAPD et le mouvement proletarien,” [15] nos hemos referido a este pasaje para indicar que el ser humano es una posibilidad, dando fundamento a la siguiente afirmación: la revolución debe ser humana. Esto no es de ninguna forma un discurso sobre el ser humano concebido como un ser invariante en todos sus atributos, una concepción que se limitaría a ser meramente una reafirmación de la inmutabilidad de la naturaleza humana. Pero es necesario señalar que esto es aún insuficiente, y que el desarrollo de las fuerzas productivas es precisamente el mismo desarrollo llevado a cabo actualmente por el capital. El límite de Marx es que él ha concebido el comunismo como un nuevo modo de producción en el cual las fuerzas productivas
habrían de eclosionar y florecer. Esas fuerzas son indudablemente importantes, pero su existencia en un cierto nivel de desarrollo no basta para definir al comunismo.

Para Marx, el capital supera estas contradicciones englobándolas a todas ellas y mistificando la realidad. El capital puede superar solamente en apariencia su limitada base, su naturaleza limitada, la cual reside en el intercambio de capital – dinero por fuerza de trabajo. El capital debe inevitablemente entrar en conflicto con esta presuposición; de esta forma es que Marx habla de la oposición entre apropiación privada y socialización de la producción. ¿Apropiación privada de qué? De plusvalía, la cual supone la existencia del proletariado, y de esta forma también de la relación salarial. Pero el desarrollo completo del capital (y las propias explicaciones de Marx son una preciosa ayuda para comprenderlo) realiza una mistificación efectiva, haciendo al capital independiente de los seres humanos, capacitándolo para evadir el conflicto con sus propios presupuestos. Podría decirse, sin embargo, que el conflicto persiste como resultado del proceso total: la socialización. Esto es cierto. Más, la socialización de la producción y de la actividad humana, el desarrollo universal de las fuerzas productivas y por consiguiente la destrucción del carácter limitado del ser humano: todo esto, era solamente un fundamento posible para el comunismo; no plantea el comunismo automáticamente. Aún más, la acción del capital tiende constantemente a destruir el comunismo, o al menos a inhibir su emergencia y realización histórica. Para transformar esta posibilidad en realidad es necesaria la intervención humana. Sin embargo, Marx mismo demuestra que la producción capitalista integra al proletariado. ¿Cómo podría la destrucción de los seres humanos y de la naturaleza dejar de tener
repercusiones sobre la habilidad de los seres humanos para resistir el capital y, con mayor razón aún, para rebelarse contra él?

Algunos podrían pensar que estamos atribuyendo a Marx una posición que nos es convieniente. Citaremos un pasaje extraordinario:

“Lo que justamente distingue al capital de la relación de señorío y servidumbre es que el trabajador confronta al capital como consumidor y poseedor de valores de cambio, y que bajo la forma de poseedor de dinero se convierte en un simple centro de circulación – uno sus muchos e infinitos centros, en la cual su especificidad como trabajador se extingue.” [16]

Una de las modalidades de reabsorción del poder revolucionario del proletariado ha sido el exaltar su carácter como consumidor, atrapándolo así dentro del engranaje del capital. El proletariado deja de ser la clase que lo niega; después de la formación de la clase trabajadora esta se disuelve dentro del cuerpo social. Marx anticipa a los poetas de la “sociedad de consumo” y, como en otras instancias, explica un fenómeno que se observa solamente más tarde y, además, falsamente, incluso pensando solamente en el término con que se le denomina.

Las observaciones precedentes no nos llevan a una concepción fatalista (esta vez negativa), tal como: lo que sea que hagamos, no existe una salida; es demasiado tarde; o cualquier otro derrotismo irreflexivo que podría generar un movimiento nauseabundo de reforma del trabajo. Primero que todo, necesitamos extraer una lección. El capital se ha escapado de las barreras humanas y naturales; los seres humanos han sido domesticados: esta es su decadencia. La solución revolucionaria no puede ser encontrada en el contexto una dialéctica de las fuerzas productivas en la cual el individuo sería un elemento de contradicción. Los actuales análisis científicos del capital proclaman una completa abstracción de los seres humanos que, para algunos, no son nada más que un residuo sin consistencia. Esto significa que el discurso de la ciencia es el discurso del capital, o que la ciencia solamente es posible mediante la destrucción de los seres humanos; la ciencia es un discurso sobre la enfermedad del ser humano. Por tanto, es insano fundamentar la esperanza de liberación sobre el terreno de la ciencia. Esta posición es tanto más insana cuando, como en el caso de Althusser, esta no puede causar su propio quiebre, liquidar su propia “arqueología”, ya que ésta permanece leal al proletariado – un proletariado tal que, según ésta posición, es solamente un objeto del capital, un elemento dentro de su estructura. Pero este ser humano inútil, destruido, es el individuo creado por las sociedades de clases. Y nosotros agregamos: el ser humano está muerto. La única posibilidad para que surja otro ser humano es nuestra lucha contra nuestra domesticación, nuestra emergencia de ella. El humanismo y el cientificismo (y los seguidores de la “ciencia ética” son los esclavos más absolutos del capital) son dos expresiones de la domesticación de la humanidad. Todos aquellos que abrigan la ilusión de la decadencia del capital reviven las antiguas concepciones humanistas o dan lugar a nuevos mitos científicos. Ellos permanecen impermeables al fenómeno revolucionario que atraviesa nuestro mundo.

Hasta ahora, ambos lados han sostenido la opinión de que los seres humanos hemos permanecido inalterados durante las diferentes sociedades de clases y bajo el dominio del capital. Es por esto que el papel del contexto social fue subrayado (el ser humano, quien es fundamentalmente bueno, ha sido modificado positiva o negativamente por el contexto social) por los filósofos materialistas del siglo XVIII, mientras que los marxistas enfatizaron el rol de un medioambiente condicionado por el desarrollo de las fuerzas productivas. El cambio no fue negado, y después de Marx se repetía constantemente que la historia era una transformación continua de la naturaleza humana. No obstante, se afirmaba explícita o implícitamente que un elemento irreductible continuaba permitiendo a los seres humanos rebelarse contra la opresión del capital. Incluso el capitalismo mismo fue descrito de una forma maniquea: por un lado, el polo positivo, el proletariado, la clase libertadora; por el otro, el polo negativo, el capital. El capital fue afirmado como una fase necesaria que tenía que revolucionar la vida de los seres humanos, pero al mismo tiempo fue descrito como el mal absoluto en relación al bien, el proletariado. El fenómeno que emerge actualmente no destruye en modo alguno la evaluación negativa del capital, sino que nos obliga a generalizarla a la clase que en otro tiempo se mostró antagónica al capital y era portadora de todos los elementos positivos del desarrollo humano, de la humanidad misma. Este fenómeno es la recomposición de la comunidad y de los seres humanos por el capital, el cual se refleja en la comunidad humana como en un espejo. La teoría del espejo [17] solamente podía aparecer cuando el ser humano se convirtió en una tautología, en un reflejo del capital. Dentro del mundo del despotismo del capital (esta es la forma en que la sociedad se nos presenta hoy en día), ningún bien ni ningún mal pueden ser distinguidos. Todo puede ser condenado. Las fuerzas negadoras solamente pueden surgir por fuera del capital. Dado que el capital ha absorbido todas las viejas contradicciones, el movimiento revolucionario tiene que rechazar la totalidad del producto del desarrollo de las sociedades de clases. Este es el punto crucial de su lucha contra la domesticación, contra la decadencia de la especie humana. Este es el momento esencial del proceso de formación de revolucionarios, el cual es absolutamente necesario para la producir la revolución.

Jacques Camatte

Mayo, 1973

 

Breves notas acerca/a partir de las “Tesis sobre la revolución cultural”

febrero 16th, 2021 by Notas del mundo ideologico

 

Breves notas acerca/a partir de las “Tesis sobre la revolución cultural”[1]


Fotografía: intervención estética en Santiago, 2016.

 

I.
Luego de la puesta en marcha del reacomodo productivo del capital desde la década de 1980, situación que solo es posible a partir de la derrota del proletariado a finales de los 70’, se puede comprender la panorámica anunciada por la Internacional Situacionista a fines de los años 50’ en torno al arte y proletariado. La descomposición, que los situacionistas definen como aquel “proceso por el que las formas culturales tradicionales se han destruido a sí mismas como consecuencia de la aparición de medios superiores de dominación de la naturaleza que permiten y exigen construcciones culturales superiores”, va a definir el desarrollo cultural y, al mismo tiempo, la profundización en la destrucción de dichas estructuras culturales tradicionales a partir de la década del 80’.

II.
Este viejo mundo se encontró a sí mismo en un punto donde no volverá atrás; su conciencia, que ya es histórica, advirtió su final. Para evitarlo, mutilara su conocimiento. Se advierte en ese momento “una fase de repetición que domina desde entonces. El retraso en el paso de la descomposición a construcciones nuevas está ligado al retraso de la liquidación re
volucionaria del capitalismo.”

III.
El disciplinamiento del arte encuentra en el periodo post Segunda Guerra Mundial su nacimiento, y a partir de allí el arte entrara una y otra vez en un péndulo incesante de vida/muerte (circulo/circuito que se repite). Antes proyecto (disciplinamiento), hoy materialización; su nacimiento generacional está en la intimidad de la derrota del proletariado. La proyección es sintetizar la unidad sensorial en un estrecho margen de manera que el arte impulse reflejo, más no cre
ación irruptora. Una producción mercantil. La realización artística se convierte en imagen (una fracción de la unidad) y fluye en la repetición uni-comunicacional de la propaganda del Estado/Capital.

IV.
El arte, ahora reflejo sintetizado de lo sensorial en el espectáculo, paga su castigo por haber intentado la disolución de la distancia entre sí mismo y la revolución en las primeras décadas del siglo XX. El disciplinamiento es estructurarse a imagen y semejanza del mundo concreto/ideológico. En otras palabras, el arte se industrializa, se institucionaliza, y por tanto, se democratiza.

V.
Se ha convertido en la Babilonia del flujo de imágenes. Todas ellas estancadas en tiempo y espacio, superpuesto al espacio/tiempo real. U
na sociedad de alto consumo de ese flujo de imágenes, obsesionada consigo misma.

VI.
El surgimiento de la fase espectacular del capitalismo significó la concreción del sueño ideológico. Surgidos como humanos-mercancía, somos el extremismo en grado sumo; somos tiempo comprado.

VII.
Bajo esta mirada, la novela Fight Club[2] supera la critica estéril que la ubica en una obra que resalta los aspectos estéticos de masculinidad, individualidad, insatisfacción con la vida moderna; y nos sitúa en la órbita del advenimiento de una generación surgida de la intensificación de la producción social de las relaciones capitalistas; un susurro del momento de toma de conciencia de una generación nacida en la fase de repetición.

VIII.
La novela nos sugiere la formulación de horizontes desde donde experimentar el nuevo flujo de energía colectiva orientada a la superación de las condiciones actuales de organización de la vida. Si hay éxito en la construcción de aquellos horizontes, la imagen/arte sufre la putrefacción de su premisa básica: ser el reflejo estético de la producción capitalista de relaciones sociales. Allí surgirá un proceso de auto experimentación de un arte cotidiano. La reivindicación practica de un proletariado joven, heredero (y también parte) de la descomposición del proletariado en masa.

IX.
Compenetrado en la historia, este proletariado joven no puede eximirse del problema solo por su proximidad a la toma de conciencia (la construcción de horizontes). Lleva consigo los lastres de décadas de contrarrevolución.

X.
Tal como señalan los situacionistas “no hay libertad en el empleo del tiempo sin la posesión de los instrumentos modernos para la construcción de la vida cotidiana. El uso de tales instrumentos marcará el salto de un arte revolucionario utópico a un arte revolucionario experimental”. Esto es, la producción de sí mismo.

XI.
La autoproducción del proletariado (que a través del arte se expresa en un arte revolucionario experimental) es la disolución de la imagen
del proletariado. Esa imagen está representada en la mediación de la socialdemocracia, en sus variopintas expresiones. Cada triunfo de ella actúa como obstáculo y barrera, demostrando los límites de los procesos revolucionarios. La cientificidad metodológica de la vanguardia política es su propia propaganda ideológica. Su búsqueda constante de la realización del método es su confesión ideológica. La imagen del proletariado es la expresión de dicha confesión.

XII.
El eco de la imagen se materializa en los revolucionarios profesionales. La vanguardia política es el confesionario de la revolución. La sociedad cree en ella. La ideología ha definido el ser proletario. Una propaganda a imagen y semejanza de un momento del mundo, es eso lo que no estamos en condiciones de olvidar.

XIII.
Entonces, la autenticidad (que no significa “purismo”) revolucionaria en el combate al mundo de lo existente reside en el ataque mismo a ese ser del proletariado. Ese ataque al ser (imagen/reflejo) no puede contener concesiones. Al respecto, la teoría situacionista erra al considerar la conformación de una organización de profesionales de la cultura, dedicados a la destrucción-experimentación-creación de nuevas expresiones y estructuras culturales devenida en arte como catalizador de la desintegración del viejo mundo. Si se toma como otro intento mas de organizar las posibilidades, mas vale la contención de los elementos democratizantes que lo que demuestran en efectividad es la posibilidad cierta y latente de una arquitectura de dominación que se transfiera del viejo a la “posibilidad del nuevo” mundo.

XIV.
La “construcción experimental de la vida cotidiana que puede desarrollarse permanentemente con la ampliación del ocio y la de-saparición de la división del trabajo” no es consecuencia, sino, premisa de dicha autenticidad.

XV.
El arte revolucionario busca su experimentación en la simbiosis con la práctica del proletariado; ya no es síntesis de una imagen, sino, se abre como la producción del proceso completo en el cual las verdades del viejo mundo son cuestionadas negando su disciplinamiento, que es condición del proletariado.

XVI.
Este arte irrumpe en la imagen sensorial del mundo; en la cultura. Duda de la perpetuidad del mundo. Construye un momento develado, arrancado del entrelineas. No busca la separación, es decir la distinción. No busca el reconocimiento. No busca la mediación. Lee el mundo desde su nacimiento e historia.

XVII.
Si bien “la revolución comunista no ha tenido lugar y nos encontramos todavía en el marco de la descomposición de las viejas superestructuras culturales”, hemos tenido nuestras situaciones creadas de clarividencia. La compresión de los momentos de verdad que allí se experimentaron, compromete nuestro combate contra el mundo del dinero.

Comité de la Imaginación – Otoño 2016

Notas al pie:

1 Texto firmado por Guy Debord; aparecido en la Internacional Situacionista #1, el 1 de junio de 1958. Digital: Archivo Situacionista Hispano, http://www.sindominio.net/ash/is0110.htm.

2 Publicada en 1996 por Chuck Palahniuk

Breve historia del estado de excepción (Giorgio Agamben)

julio 16th, 2019 by Notas del mundo ideologico

(Texto aparecido en Estado de excepción, Giorgio Agamben 2005)

Hemos visto ya cómo el estado de sitio tiene su origen en Francia durante la Revolución. Después de su institución con el decreto de la Asamblea Constituyente del 8 de julio de 1791, adquiere su fisonomía propia de état de siege fictifo potinque con la ley del Directorio del 27 de agosto de 1797 y, al fin, con el decreto napoleónico del 24 de diciembre de 1811. La idea de una suspensión de la constitución (de l’empire de la constitution) fue en cambio introducida, como hemos visto también, por la Constitución del 22 de frimario del año VIII. El art. 14 de la Charte de 1814 atribuía al soberano el poder de «hacer los reglamentos y las ordenanzas necesarios para la ejecución de las leyes y la seguridad del Estado»; a causa de la vaguedad de la fórmula, Chateaubriand observaba qu’il estpossible qu’un beau matin toute Id Chartre soit confisqué au profit de l’art. 14. El estado de sitio fue expresamente mencionado en el Acte additionnel a la Constitución del 22 de abril de 1815, que reservaba la declaración a una ley. Desde entonces, la legislación sobre el estado de sitio señala en Francia los momentos de crisis constitucional en el curso de los siglos XIX y XX. Después de la caída de la Monarquía de Julio, el 24 de junio de 1848 un decreto de la Asamblea constituyente ponía a París en estado de sitio y encargaba al general Cavaignac la tarea de restaurar el orden en la ciudad. En la nueva constitución del 4 de noviembre de 1848, fue en tanto incluido un artículo que establecía que una ley debería fijar las ocasiones, las formas y los efectos del estado de sitio. A partir de este momento, el principio dominante (como veremos, no sin excepciones) en la tradición francesa es que el poder de suspender las leyes puede pertenecer sólo al propio poder que las produce, es decir, al parlamento (esto, a diferencia de la tradición alemana, que delega y confía ese poder en el jefe de Estado). La ley del 9 de agosto de 1849 (parcialmente modificada en sentido más restrictivo por la ley del 4 de abril de 1878) establecía consecuentemente que el estado de sitio político podía ser declarado por el parlamento (o, en su reemplazo, por el jefe de Estado) en caso de peligro inminente para la seguridad interna o externa. Napoleón III recurrió muchas veces a esta ley y, una vez establecido en el poder, en la Constitución de enero de 1852, adjudicó al jefe de Estado el poder exclusivo de decretar el estado de sitio. La guerra franco-prusiana y la insurrección de la Comuna coincidieron con una generalización sin precedentes del estado de excepción, que fue proclamado en cuarenta departamentos y se prolongó en algunos hasta 1876. Sobre la base de estas experiencias y después del fallido golpe de Estado por parte de Macmahon en mayo de 1877, la ley de 1849 fue modificada, estableciendo que el estado de sitio podía ser declarado sólo con una ley (o, en el caso en el cual la cámara de Diputados no estuviese reunida, del jefe de Estado, con la obligación de convocar a la Cámara dentro de los siguientes dos días) en la eventualidad de «peligro inminente de una guerra externa o una insurrección armada» (ley del 4 de abril de 1878, art. I).

La Primera Guerra Mundial coincidió en la mayoría de los países beligerantes con un estado de excepción permanente. El 2 de agosto de 1914, el presidente Poincaré emitió un decreto que ponía al país entero en estado de sitio y que fue convertido en ley del parlamento dos días después. El estado de sitio permaneció en vigencia hasta el 12 de octubre de 1919. Si bien la actividad del parlamento, suspendida durante los primeros seis meses de la guerra, se retomó en enero de 1915, muchas de las leyes votadas eran, en verdad, puras y simples delegaciones legislativas al ejecutivo, como aquella del 10 de febrero de 1918, que otorgaba al gobierno un poder prácticamente absoluto de regular con decretos la producción y el comercio de los productos alimenticios. Tingsten ha observado que, de este modo, el poder ejecutivo se transformaba, en sentido material, en órgano legislativo. En todo caso, es en este período en el cual la legislación excepcional por vía del decreto gubernamental (que hoy nos es perfectamente familiar) se vuelve una práctica corriente en las democracias europeas.

Como era previsible, la ampliación de los poderes del ejecutivo en el ámbito legislativo prosiguió después del fin de las hostilidades, y es significativo que la emergencia militar cediese ahora el puesto a la emergencia económica, con una implícita asimilación entre guerra y economía. En enero de 1924, en un momento de grave crisis que amenazaba la estabilidad del franco, el gobierno de Poincaré pidió los plenos poderes en materia financiera. Después de un áspero debate, en el cual la oposición hizo observar que esto equivalía para el parlamento a renunciar a los propios poderes constitucionales, la ley fue votada el 22 de marzo, limitando a cuatro meses los poderes especiales del gobierno. Medidas análogas fueron impulsadas y votadas en 1935 por el gobierno Laval, que emitió más de quinientos decretos «con fuerza de ley» para evitar la devaluación del franco. La oposición de izquierda, guiada por Léon Blum, se opuso con fuerza a esta práctica «fascista»; pero es significativo que, una vez en el poder con el Frente Popular, en junio de 1937, ella pidió al parlamento los plenos poderes para devaluar el franco, establecer el control de cambio e imponer nuevas tasas. Como ya ha sido observado por Rossiter, esto significaba que la nueva práctica de legislación por vía del decreto gubernamental, inaugurada durante la guerra, era ya aceptada por todas las fuerzas políticas. El 30 de junio de 1937, los poderes que habían sido rechazados a Léon Blum fueron acordados al gobierno de Chautemps, en el cual algunos ministerios clave les habían sido confiados a no socialistas. Y el 10 de abril de 1938, Édouard Daladier pidió y obtuvo del parlamento poderes excepcionales para legislar por decreto para afrontar tanto la amenaza de la Alemania nazi como la crisis económica, de modo que se puede decir que hasta el final de la Tercera República «los procedimientos normales de la democracia parlamentaria permanecieron en suspenso». Es importante no olvidar este proceso contemporáneo de transformación de las constituciones democráticas entre las dos guerras mundiales cuando se estudia el nacimiento de los así llamados regímenes dictatoriales en Italia y en Alemania. Bajo la presión del paradigma del estado de excepción, es la totalidad de la vida político-constitucional de las sociedades occidentales la que comienza progresivamente a asumir una nueva forma, que quizá sólo hoy ha alcanzado su pleno desarrollo. En diciembre de 1939, después del estallido de la guerra, el gobierno obtuvo la facultad de tomar por la vía del decreto todas las medidas necesarias para asegurar la defensa de la nación. El parlamento permaneció reunido (salvo cuando fue suspendido por un mes para privar a los parlamentarios comunistas de su inmunidad), pero toda la actividad legislativa estaba firmemente en manos del ejecutivo.

Cuando el mariscal Pétain asumió el poder, el parlamento francés era ya la sombra de sí mismo. El acta constitucional del 11 de julio de 1940 confería de cualquier modo al jefe de Estado la facultad de proclamar el estado de sitio sobre todo el territorio nacional (en parte ya ocupado por el ejército alemán). En la constitución actual, el estado de excepción está regulado por el art. 16, deseado por De Gaulle, que establece que el presidente de la República tome las medidas necesarias «cuando las instituciones de la República, la independencia de la nación, la integridad de su territorio o la ejecución de sus obligaciones internacionales sean amenazadas en modo grave e inmediato y el funcionamiento regular de los poderes públicos constitucionales se vea interrumpido». En abril de 1961, durante la crisis argelina, De Gaulle recurrió al artículo 16, si bien el funcionamiento de los poderes públicos no había sido interrumpido. Desde entonces, el artículo 16 no ha sido invocado nunca más, pero, conforme a una tendencia activa en todas las democracias occidentales, la declaración del estado de excepción está siendo progresivamente sustituida por una generalización sin precedentes del paradigma de la seguridad como técnica normal de gobierno.

La historia del artículo 48 de la Constitución de Weimar está tan estrechamente ligada a la historia de Alemania entre las dos guerras que no es posible comprender el acceso de Hitler al poder sin un análisis preliminar de los usos y abusos de este artículo en los años que van desde 1919 hasta 1933. Su precedente inmediato era el artículo 68 de la Constitución de Bismarck, que, en el caso en que «la seguridad pública fuese amenazada en el territorio del Reich» atribuía al emperador la facultad de declarar una parte del territorio en estado de guerra (Kriegszustand) y reenviaba, para determinar la modalidad, a la ley prusiana sobre el estado de sitio del 4 de junio de 1851. En la situación de desorden y de agitación que siguió al fin de la guerra, los diputados de la Asamblea Nacional que debían votar la nueva constitución, asistidos por juristas entre los cuales destaca el nombre de Hugo Preuss, incluyeron en ella un artículo que confería al presidente del Reich poderes excepcionales extremadamente amplios. El texto del artículo 48 rezaba, de hecho: «Si en el Reich alemán la seguridad y el orden público son seriamente [erheblich] perturbados o amenazados, el presidente del Reich puede tomar las medidas necesarias para el restablecimiento de la seguridad y del orden público, eventualmente con la ayuda de las fuerzas armadas. En pos de este objetivo, puede suspender en su totalidad o en parte los derechos fundamentales \Grundrechte\ establecidos en los artículos 114, 115, 117, 118, 123, 124 y 153″. El artículo agregaba que una ley vendría a precisar en los particulares las modalidades del ejercicio de este poder presidencial. Como la ley no fue votada jamás, los poderes excepcionales del presidente permanecieron hasta tal punto indeterminados, que no sólo la expresión «dictadura presidencial» fue usada corrientemente en la doctrina en referencia al artículo 48, sino que Schmitt pudo escribir en 1925 que «ninguna constitución de la tierra como aquella de Weimar había legalizado tan fácilmente un golpe de Estado».

Los gobiernos de la República, comenzando por aquel de Brüning, hicieron uso continuamente —con una relativa pausa entre 1925 y 1929- del artículo 48, proclamando el estado de excepción y emanando decretos de urgencia en más de 250 ocasiones; ellos sirvieron, entre otras cosas, para poner en prisión a millares de militantes comunistas y para instituir tribunales especiales habilitados para dictar condenas a la pena capital. En más ocasiones y, en particular en octubre de 1923, el gobierno recurrió al artículo 48 para afrontar la caída del marco, confirmando la tendencia moderna a hacer coincidir la emergencia político-militar y la crisis económica.

Es notorio que los últimos años de la República de Weimar se desarrollaron enteramente en un régimen de estado de excepción; menos obvia es la constatación de que Hitler probablemente no habría podido tomar el poder si el país no se hubiese encontrado desde hacía casi tres años en régimen de dictadura presidencial y si el parlamento hubiese estado en funciones. En julio de 1930, el gobierno Brüning quedó en minoría. En lugar de revistar las dimisiones, Brüning obtuvo del presidente Hindenburg el recurso al art. 48 y la disolución del Reichstag. Desde ese momento, Alemania dejó de hecho de ser una república parlamentaria. El Parlamento se reunió solamente siete veces en un total de no más de doce semanas, mientras una coalición fluctuante de socialdemócratas y centristas permanecía expectante, observando un gobierno que dependía ya solamente del Reich. En 1932 Hindenburg, reelecto presidente contra Hitler y Thálmann, obligó a Brüning a renunciar y nombró en su lugar al centrista Von Papen. El 4 de junio el Reichstag fue disuelto y ya no fue convocado nuevamente hasta la llegada del nazismo. El 20 de julio, el estado de excepción fue proclamado en el territorio prusiano y Von Papen fue nombrado comisario del Reich para Prusia, excluyendo al gobierno socialdemócrata de Otto Braun.

El estado de excepción en el cual se encontraba Alemania bajo la presidencia de Hindenburg fue justificado por Schmitt en el plano constitucional a través de la idea de que el presidente actuaba como «custodio de la constitución»; pero el fin de la República de Weimar muestra por el contrario con claridad que una «democracia protegida» no es una democracia, y que el paradigma de la dictadura constitucional funciona sobre todo como una fase de transición que conduce fatalmente a la instauración de un régimen totalitario.

Dados estos precedentes, es comprensible que la Constitución de la República Federal no mencionase el estado de excepción; aun así, el 24 de junio de 1968 la «gran coalición» entre demócratas cristianos y socialdemócratas votó una ley de integración de la constitución (Gesetz zur Erganzung des Grundgesetzes) que reintroducía el estado de excepción (definido «estado de necesidad interna», innere Notstand). Con inconsciente ironía, por primera vez en la historia del instituto la proclamación del estado de excepción era prevista no simplemente para la salvaguardia de la seguridad y del orden público sino para la defensa de la «constitución democrático-liberal». La democracia protegida había devenido ya la regla.

El 3 de agosto de 1914 la Asamblea federal suiza confirió al Consejo federal «el poder ilimitado de tomar todas las medidas necesarias para garantizar la seguridad, la integridad y la neutralidad de Suiza». Este acto inusitado, en virtud del cual un Estado no beligerante atribuía al ejecutivo poderes todavía más vastos e indeterminados que aquellos que habían recibido los gobiernos de países directamente involucrados en la guerra, es interesante por la discusión a la cual dio lugar, tanto en la propia asamblea como en ocasión de las objeciones de inconstitucionalidad presentadas por ciudadanos frente a la Corte federal suiza. La tenacidad con la que los juristas suizos, con casi treinta años de anticipación respecto de los teóricos de la dictadura constitucional, han buscado en esta ocasión deducir (como Waldkirch y Burckhardt) la legitimidad del estado de excepción del propio texto de la constitución (el artículo 2, en el cual se leía que «la Confederación tiene el objetivo de asegurar la independencia de la patria contra el extranjero y de mantener el orden y la tranquilidad en el interior») o (como Hoerni y Fleiner) de fundarlo sobre un derecho de necesidad “inherente a la existencia misma del Estado» o (como His) sobre una laguna en el derecho que las disposiciones excepcionales debían colmar, muestra que la teoría del estado de excepción no es de ningún modo patrimonio exclusivo de la tradición antidemocrática.

La historia y la situación jurídica del estado de excepción en Italia presenta un particular interés bajo el perfil de la legislación por medio de decretos gubernamentales de urgencia (los así llamados «decretos-ley»). Se puede decir, de hecho, que bajo este perfil Italia ha funcionado como un verdadero y propio laboratorio político-jurídico, donde se ha ido organizando el proceso —presente, en medida diversa, también en otros Estados europeos- a través del cual el decreto-ley «de instrumento derogatorio y excepcional de producción normativa ha devenido una fuente ordinaria de producción del derecho». Pero esto significa también que precisamente un Estado con gobiernos a menudo inestables ha elaborado uno de los paradigmas esenciales a través del cual la democracia se transforma de parlamentaria en gubernamental. En todo caso, es en este contexto que aparece con claridad la pertinencia de los decretos de urgencia en el ámbito problemático del estado de excepción. El Estatuto albertino (como, por otro lado, la vigente Constitución republicana) no mencionaba el estado de excepción. Los gobiernos del reino recurrieron, no obstante, numerosas veces, a proclamar el estado de sitio: en Palermo y en las provincias sicilianas en 1862 y en 1866; en Nápoles en 1862; en Sicilia y Lunigiana en 1894 y, en 1898, en Nápoles y en Milán, donde la represión de los desórdenes fue particularmente sangrienta y dio lugar a ásperos debates en el parlamento. La declaración del estado de sitio en ocasión del terremoto de Messina y Reggio Calabria el 28 de diciembre de 1908 es sólo en apariencia un caso aparte. No solamente las razones últimas de la proclama eran, en realidad, de orden público (se trataba de reprimir los saqueos y los actos de vandalismo provocados por la catástrofe), sino que hasta incluso desde un punto de vista teórico es significativo que ellas brindaron la oportunidad que permitió a Santi Romano y a otros juristas italianos elaborar la tesis —en la cual enseguida nos detendremos— de la necesidad como fuente primaria del derecho.

En todos estos casos, la declaración del estado de sitio se realizó por medio de un decreto real que, aun cuando no contuviera necesariamente una cláusula de ratificación parlamentaria, fue siempre aprobado por el parlamento como los otros decretos de urgencia no concernientes al estado de sitio (en 1923 y en 1924 fueron así convertidos en ley en bloque unos miles de decretos-ley emanados en los años precedentes y que permanecían sin despacho). En 1926, el régimen fascista hizo emanar una ley que regulaba expresamente en materia de los decretos-ley. El art. 3 establecía que podían ser emanadas con decreto real, previa deliberación del consejo de ministros, «normas que tienen fuerza de ley (1) cuando el gobierno sea delegado a esto por una ley dentro de los límites de la delegación; (2) en casos extraordinarios, en los cuales las razones de urgente y absoluta necesidad así lo requirieran. El juicio sobre la necesidad y sobre la urgencia no está sujeto a otro control más que al control político del parlamento«. Los decretos previstos en el segundo apartado debían contener una cláusula de presentación al parlamento para su conversión en ley; pero la pérdida de toda autonomía por parte de las Cámaras durante el régimen fascista hizo que la cláusula se volviera superflua.

A pesar de que el abuso de los decretos de urgencia por parte de los gobiernos fascistas fue tal que el propio régimen sintió la necesidad de limitar en 1939 su alcance, la constitución republicana estableció con continuidad en el artículo 77 que «en casos extraordinarios de necesidad y de urgencia» el gobierno podía adoptar «disposiciones provisorias con fuerza de ley» que debían ser presentadas el mismo día a las Cámaras y que perdían eficacia si no se convertían en ley dentro de los sesenta días de su publicación.

Es notorio que desde entonces la praxis de la legislación gubernamental a través de decretos-ley ha devenido en Italia la regla. No solamente se ha recurrido a emitir decretos de urgencia en momentos de crisis política, eludiendo así el principio constitucional según el cual los derechos de los ciudadanos sólo pueden ser limitados por una ley (cfr., para la represión del terrorismo, el decreto-ley 28 de marzo de 1978, n. 59, convertido en la ley 21 de mayo de 1978, n- 191, la así llamada Ley Moro; y el decreto-ley 15 de diciembre de 1979, n. 625, convertido en la ley 6 de febrero de 1980, n. 15), sino que los decretos-ley constituyen a tal punto la forma normal de legislación que han llegado a ser definidos como «esbozos de ley reforzados por urgencia garantizada«. Esto significa que el principio democrático de la división de los poderes hoy se ha devaluado, y que el poder ejecutivo ha de hecho absorbido, al menos en parte, al poder legislativo. El parlamento no es más el órgano soberano al que corresponde el derecho exclusivo de obligar a los ciudadanos a través de la ley: se limita a ratificar los decretos emanados del poder ejecutivo. En sentido técnico, la República ya no es más parlamentaria, sino gubernamental. Y es significativo que una transformación similar del orden constitucional que hoy se da en medida diversa en todas las democracias occidentales, si bien es percibida perfectamente por juristas y políticos, permanezca totalmente inobservada por parte de los ciudadanos. Precisamente en el momento en que pretende dar lecciones de democracia a culturas y tradiciones diferentes, la cultura política de Occidente no se da cuenta de que ha perdido por completo el canon.

El único dispositivo jurídico que, en Inglaterra, podría ser comparado con el état de siege francés aparece bajo el nombre de martial law; pero se trata de un concepto tan vago que se lo puede definir con razón como «un término poco feliz para justificar, a través del common law, los actos llevados a cabo por necesidad con el objeto de defender el commonwealth cuando se va a la guerra». Pero esto no significa que no pueda existir algo así como un estado de excepción. La facultad de la corona de declarar la martial law estaba en general limitada en los Mutiny Acts durante los tiempos de guerra, pero aun así implicaba necesariamente consecuencias incluso graves para los civiles extraños que fueran encontrados involucrados de hecho en la represión armada.

Así, Schmitt ha intentado distinguir martial law de los tribunales militares y de los procedimientos sumarios que en un primer momento eran aplicados solamente a los soldados, ya que consideraba que era un procedimiento puramente factual, lo que la acercaba al estado de excepción: «A pesar de su nombre, el derecho de guerra no es, en este sentido, un derecho o una ley, sino sobre todo un procedimiento guiado esencialmente por la necesidad de conseguir un determinado objetivo».

También en Inglaterra la Primera Guerra Mundial ha jugado un papel decisivo en la generalización de los dispositivos gubernamentales de excepción. Inmediatamente después de la declaración de guerra, el gobierno pidió al Parlamento la aprobación de una serie de disposiciones de emergencia, que habían sido preparadas por los ministros competentes y que fueron votadas prácticamente sin discusión. La más importante de estas disposiciones es el Defence of Realm Act del 4 de agosto de 1914, conocido como DORA, que no sólo confería al gobierno poderes muy vastos para regular la economía de guerra, sino que preveía también graves limitaciones de los derechos fundamentales de los ciudadanos (en particular, la competencia de los tribunales militares para juzgar a los civiles). Como en Francia, la actividad del parlamento conoció un eclipse significativo por todo el tiempo que duró la guerra. Que se trataba, sin embargo, incluso para Inglaterra, de un proceso que ocurría más allá de la emergencia bélica, lo atestigua la aprobación -el 29 de octubre de 1920, en una situación de huelgas y tensiones sociales—del Emergency Powers Act. El artículo I afirma, de hecho: «Toda vez que parezca a Su Majestad que haya sido emprendida, o esté a punto de serlo, una acción por parte de una persona o grupo de personas de tal naturaleza y en escala tal que pueda presumirse que, interfiriendo con la provisión de alimento, agua, combustible o luz o bien con los medios de transporte, privará a la comunidad o a una parte de ella de aquello que es necesario para la vida, Su Majestad puede con una proclama (de aquí en más mencionada como proclamación de emergencia) declarar que existe un estado de emergencia». El artículo 2 de la ley atribuía a His Majesty in Council el poder de emanar reglamentos y de conferir al ejecutivo «todo poder necesario para el mantenimiento del orden», introduciendo tribunales especiales (courts of summary jurisdiction) para los transgresores. Aun si las penas que estos tribunales aplicaban no podían exceder los tres meses de cárcel («con o sin trabajos forzados»), el principio del estado de excepción había sido introducido sólidamente en el derecho inglés.

El lugar – a la vez lógico y pragmático- de una teoría del estado de excepción en la constitución norteamericana está en la dialéctica entre los poderes del presidente y los del Congreso. Esta dialéctica ha estado determinada históricamente – y en un modo ejemplar ya a partir de la guerra civil— como conflicto en torno a la autoridad suprema en una situación de emergencia; en términos schmittianos (y esto es ciertamente significativo en un país que está considerado como la cuna de la democracia), como conflicto sobre la decisión soberana.

La base textual del conflicto está, ante todo, en el artículo I de la Constitución, que establece que «el privilegio del writ de babeas corpus no será suspendido, excepto que, en caso de rebelión o de invasión, la seguridad pública [public safety] lo requiera», pero no precisa cuál es la autoridad competente para decidir la suspensión (aun cuando la opinión prevaleciente y el contexto mismo del pasaje permiten suponer que la cláusula se refiere al Congreso y no al presidente). El segundo punto conflictivo está en la relación entre un pasaje y otro del mismo artículo I (que sanciona que al Congreso le corresponde el poder de declarar la guerra y de enrolar y mantener el ejército y la marina) y el artículo 2, que afirma que «el presidente será comandante en jefe [commander in chief] del ejército y de la marina de los Estados Unidos». Estos dos problemas entran en su umbral crítico con la guerra civil (1861-65). El 15 de abril de 1861, contradiciendo el dictado del artículo I, Lincoln decretó el enrolamiento de un ejército de 75.000 hombres y convocó al Congreso en sesión especial para el 4 de julio. En las diez semanas que transcurrieron entre el 15 de abril y el 4 de julio, Lincoln actuó de hecho como un dictador absoluto (en su libro La dictadura, Schmitt puede por lo tanto mencionarlo como ejemplo perfecto de dictadura comisarial). El 27 de abril, en una decisión técnicamente aún más significativa, él autorizó al jefe de Estado mayor del ejército a suspender el writ de babeas corpus cada vez que lo considerara necesario todo a lo largo de las vías de comunicación entre Washington y Filadelfia, donde se habían verificado desórdenes. La decisión presidencial autónoma de medidas extraordinarias continuó incluso después de la convocatoria al Congreso (así, el 14 de febrero de 1862, Lincoln impuso una censura sobre el correo y autorizó el arresto y la detención en cárceles militares de las personas sospechosas de «prácticas desleales y traidoras»).

En el discurso dirigido al Congreso finalmente reunido el 4 de julio, el presidente justificó abiertamente el haber operado como quien detentaba un poder supremo de violar la constitución en una situación de necesidad. Las medidas que había adoptado —declaró— «fueran o no legales en sentido estricto», habían estado decididas «bajo la presión de un reclamo popular y de un estado de pública necesidad» en la certeza de que el Congreso la habría ratificado. En la base de esas decisiones estaba la convicción de que inclusive la ley fundamental podía ser violada, si estuviera en juego la existencia misma de la unión y del orden jurídico («todas las leyes excepto una podrían ser transgredidas, pero ¿el gobierno mismo debería caer en la ruina con tal de no violar aquella ley?»).

Se da por descontado que, en una situación de guerra, el conflicto entre el presidente y el Congreso es esencialmente teórico: de hecho, el Congreso, si bien era perfectamente consciente de que las competencias constitucionales estaban siendo transgredidas, no podía más que ratificar -como hizo el 6 de agosto de 1861— lo realizado por el presidente. Fortalecido por esta aprobación, el 22 de septiembre de 1862 el presidente proclamó sobre su sola autoridad la emancipación de los esclavos, y dos días después generalizó el estado de excepción en todo el territorio de los Estados Unidos, autorizando el arresto y el proceso frente a cortes marciales de «todo rebelde e insurrecto, de sus cómplices y sostenedores en todo el país y de cualquier persona que desalentare el enrolamiento voluntario, se resistiere a la leva o fuere encontrada culpable de prácticas desleales que pudiesen brindar ayuda a los insurrectos». El presidente de los Estados Unidos era ya quien detentaba la decisión soberana sobre el estado de excepción.

Según los historiadores norteamericanos, el presidente Woodrow Wilson concentró en su persona durante la Primera Guerra Mundial poderes incluso más amplios que aquellos que se había arrogado Abraham Lincoln. Cabe precisar no obstante que, en lugar de ignorar, como Lincoln, al Congreso, prefirió hacer que éste le delegara de vez en cuando los poderes en cuestión. En este sentido, su praxis de gobierno está mucho más cerca de la que debía prevalecer en esos años en Europa, o de aquella praxis actual que, antes que declarar el estado de excepción, prefiere la emanación de leyes excepcionales. En todo caso, desde 1917 hasta 1918 el Congreso aprobó una serie de Acts (desde el Espionage Act de junio de 1917 hasta el Overman Act de mayo de 1918) que atribuían al presidente el completo control de la administración del país y prohibían no sólo las actividades desleales (como la colaboración con el enemigo y la difusión de noticias falsas), sino que también vetaban el «proferir voluntariamente, imprimir o publicar cualquier discurso desleal, impío, procaz o engañoso».

Desde el momento en que el poder soberano del presidente se fundaba esencialmente sobre la emergencia ligada a un estado de guerra, la metáfora bélica se convirtió en el curso del siglo XX en parte integrante del vocabulario político presidencial cada vez que se trataba de imponer decisiones consideradas de vital importancia. Franklin D. Roosevelt llegó así a asumir en 1933 poderes extraordinarios para afrontar la gran depresión, presentando su acción como la de un comandante durante una campaña militar: «Asumo sin dudas la guía del gran ejército de nuestro pueblo para conducir un ataque disciplinado a nuestros problemas comunes (…). Estoy dispuesto a comandar según mis deberes constitucionales todas las medidas que requiere una nación golpeada en un mundo golpeado (…). En el caso de que el Congreso falle en adoptar las medidas necesarias y si la emergencia nacional continuara, no me sustraeré a la clara exigencia de los deberes a los cuales me enfrento. Pediré al Congreso el único instrumento que queda para enfrentar la crisis: amplios poderes ejecutivos para emprender una guerra contra la emergencia [to wage war against the emergency], tan amplios como los poderes que me serían atribuidos si fuésemos invadidos por un enemigo externo».

Conviene no olvidar que -según el paralelismo ya mencionado entre emergencia militar y emergencia económica que caracteriza a la política del siglo XX- el New Deal se realizó desde el punto de vista constitucional a través de la delegación (contenida en una serie de Statutes que culminan en el National Recovery Act del 16 de junio de 1933) al presidente de un poder ilimitado de reglamentación y de control sobre cada aspecto de la vida económica del país.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial extendió estos poderes con la proclamación de una emergencia nacional «limitada» el 8 de septiembre de 1939, que devino ilimitada el 27 de mayo de 1941 después de Pearl Harbor. El 7 de septiembre de 1941, pidiendo al Congreso la derogación de una ley en materia económica, el presidente Roosevelt renovó su pretensión de poderes soberanos ante la emergencia: «En el caso de que el Congreso no actúe, o no actúe adecuadamente, asumiré yo mismo la responsabilidad de la acción (…). El pueblo norteamericano puede estar seguro de que no dudaré en usar cada uno de los poderes con los que he sido investido para vencer a nuestros enemigos en toda parte del mundo en la cual nuestra seguridad lo requiera». La más espectacular violación de los derechos civiles (y tanto más grave, porque estaba motivada únicamente por motivos raciales) se verificó el 19 de febrero de 1942 con la deportación de 70.000 ciudadanos norteamericanos de origen japonés que vivían en la costa occidental (junto a 40.000 ciudadanos japoneses que allí vivían y trabajaban).

Es en la perspectiva de esta reivindicación de los poderes soberanos del presidente en una situación de emergencia como debemos considerar la decisión del presidente George Bush de referirse constantemente a sí mismo, después del 11 de septiembre de 2001, como el Commander in chief of the army. Si, como hemos visto, la asunción de este título implica una referencia inmediata al estado de excepción, Bush está buscando producir una situación en la cual la emergencia devenga la regla y la distinción misma entre paz y guerra (y entre guerra externa y guerra civil mundial) resulte imposible.

 

Luz de la humanidad

abril 18th, 2019 by Notas del mundo ideologico

El sol radiante de la razón ha de penetrar las tinieblas de la superstición y hacer visible el desorden del mundo, para organizar por fin la sociedad conforme a unos criterios racionales.
Robert Kurz

 

Los salvajes, como se sabe, desaparecen desde que en el siglo XVI el Occidente triunfante ha lanzado su técnica, su moral y su fe a la conquista de los Trópicos. Las culturas “primitivas”, tal vez demasiado frágiles, y desarmadas en un combate tan desigual, se apagan una tras otra; y, así desposeídos de sí mismos, esos hombres diferentes que devuelven al primer silencio selvas y sabanas en adelante desiertas, se ven condenados a la extinción y la muerte, pues pierden el gusto por la vida.

Un balance tan trágico y la conjunción permanente entre la expansión de la civilización europea y el aniquilamiento de las culturas primitivas obligan a preguntarse si no se trata de algo muy distinto de un accidente sistemático. En efecto, más allá de las matanzas y de las epidemias, más allá de este singular salvajismo que el Occidente transporta consigo, parecería existir, inmanente a nuestra civilización y constituyendo la “triste mitad de sombra” en la cual se alimenta su luz, la notable intolerancia de la civilización occidental ante las civilizaciones diferentes, su incapacidad para reconocer y aceptar al Otro como tal, su negativa a dejar subsistir aquello que no es idéntico a ella. Los encuentros con el hombre primitivo se han producido casi siempre con el estilo de la violencia, grosera o sutil. O, con otras palabras, descubrimos en el espíritu mismo de nuestra civilización, y a lo largo de su historia, la vecindad de la violencia y la razón, en tanto la segunda no logra establecer su exigente reinado si no es mediante la primera. La Razón occidental remite a la violencia como su condición y su medio, pues lo que no es ella se encuentra en “estado de pecado” y cae entonces en el terreno insoportable de la irracionalidad. Y es de acuerdo con este doble rostro de Occidente, su rostro completo, que debe articularse el problema de su relación con las culturas primitivas: la efectiva violencia de que éstas son víctimas no es extraña al humanismo, no es sino el signo visible de una proximidad más lejana con la razón; y esta dualidad no define menos nuestra civilización por el hecho de hallarse enmascarada. Todo ocurre, pues, como si nuestra cultura no pudiera manifestarse si no es contra lo que ella califica de irracionalidad.

Lo que nuestra historia atestigua, desde el Renacimiento, es que esta intención de repulsa pudo cumplirse en la doble circunstancia favorable de la expansión política y del proselitismo cristiano. Con todo, es preciso señalar que aquélla estaba ya presente en la aurora griega de nuestra civilización, puesto que entonces los hombres se dividían en civilizados y bárbaros, la violencia no se manifestaba aún sino en el lenguaje. ¿Y cómo no recordar ahora ese otro reparto entre razón e irracionalidad del que nos habla Michael Foucault? Pues una curiosa analogía dibuja la forma de un destino común a la Locura y al Salvajismo, identificados negativamente por la doble división en la cual el aniquilamiento de las culturas primitivas hace eco a la “gran reclusión de los pobres”. No se desea resucitar, sin duda, la antigua trinidad en que el salvaje y el loco, junto con el niño, mantenían para Occidente la misma relación con el adulto civilizado. Trátase sólo de que tanto el alienado como el salvaje se hallan vinculados de manera idéntica con la razón, para la cual son esencialmente extraños, peligrosos y por ende objetos de exclusión o de destrucción. Demente en Europa o salvaje en América, uno y otro se ven promovidos a pesar suyo a este parentesco nacido de la negativa de Occidente a mezclarse con esos lenguajes extraños. Y quizá sea en nombre de ese mito característico de nuestras maneras de pensar –el salvaje y el loco como fronteras de la razón– que a veces se deba asistir a encuentros sorprendentes: Artaud entre los tarahumaras.

Sería injusto, no obstante, desatender las voces que se elevan en defensa de los salvajes: de Montaigne y Léry a Diderot y Rousseau, no se dejó de recordar que la verdadera barbarie no siempre era la que se creía y que a menudo las instituciones y costumbres de esos pueblos lejanos estaban inspiradas por una gran sabiduría. El salvaje se convirtió pues rápidamente en el “buen salvaje”. Existía una diferencia muy clara entre la manera como ocurrían el encuentro y el contacto de Europa con los primitivos y la función que éstos asumieron, desde su descubrimiento, en el pensamiento de ciertos escritores. ¿Mas cabe por ello estimar que esos puntos de luz “compensan” de alguna manera la naturaleza profunda de la relación civilización-salvajismo? No lo parece, pues lo que los poetas y los filósofos nos ofrecen, más que una búsqueda confusa de ese diálogo al cual no podía suscribir Occidente, es una crítica política o moral de su propia sociedad. Por consiguiente, el hecho de transformarse en tema literario o filosófico no cambiaba en nada lo que el salvaje veía ante todo en Europa: su violencia.

De este modo, en lugar de una debilidad congénita de las civilizaciones primitivas por la cual se explicaría su decadencia tan rápida, lo que la historia de su advenimiento deja traslucir aquí es una fragilidad esencial de la civilización de Occidente: la necesaria intolerancia en la cual el humanismo de la Razón halla a la vez su origen y su límite, el medio de su gloria y la razón de su fracaso. ¿Acaso no lo es esta incapacidad de hecho, ligada a una posibilidad estructural, para iniciar un diálogo con culturas diferentes?

En este caso no es sorprendente que la relación básica entre civilización occidental y civilizaciones primitivas se repita de cierta manera, en el nivel de la etnología, para conferir a esta ciencia cierta ambigüedad y marcar su posición con un color particular. En nuestra opinión, la ambigüedad específica de nuestra disciplina reside en la oposición entre su “tierra natal”, sus medios y su finalidad por una parte, signos de nuestra cultura que se despliega, y su objeto por la otra, constituido por el conjunto de esas civilizaciones primitivas, cuyo rechazo del campo de su propio lenguaje, precisamente, exige la nuestra. La paradoja de la etnología está en que es al mismo tiempo ciencia, y ciencia de los primitivos; en que, absolutamente desinteresada, realiza mejor que cualquier otra actividad la idea occidental de ciencia, pero eligiendo como objeto lo que está más alejado de Occidente: ¡lo asombroso, por último, es que la etnología sea posible! En un extremo depende de la esencia misma de nuestra civilización; en el otro, de lo que le es más ajeno; y ello revela ante todo una suerte de contradicción insólita entre el origen de la etnología y su intención, entre lo que la fundamenta como ciencia y lo que investiga, entre ella misma y su objeto. La etnología, el sentido de su proceder, de su nacimiento y de su proyecto, deben comprenderse sin duda a la luz de la gran división realizada entre Occidente y el mundo de los
hombres primitivos.

La etnología, ciencia del hombre, mas no de cualquier hombre, se halla de acuerdo por naturaleza, podría decirse, con las exigencias del pensamiento científico, pues se mueve en el universo de la división: ésta, por otra parte, era quizá la condición de posibilidad para una ciencia de este pensamiento reconocido tan sólo mediante la separación. Y esta cualidad de la etnología se expresa en el hecho de que constituye un discurso sobre las civilizaciones primitivas y no un diálogo con ellas.

No obstante, aun cuando sea experiencia de la división, o más bien por ello mismo, la etnología parece ser el único puente extendido entre la civilización occidental y las civilizaciones primitivas. O, si aún es posible un diálogo entre esos extremos separados, la etnología es la que permitirá que Occidente lo entable. No, sin duda, la etnología “clásica”, marcada inevitablemente por la oposición –de la cual nació– entre razón e irracionalidad, y que por lo tanto incluye en sí el límite adecuado para la negativa al diálogo, sino otra etnología a la cual su saber permitiría forjar un nuevo lenguaje infinitamente más rico; una etnología que, superando esta oposición tan fundamental en torno de la que se ha edificado y afirmado nuestra civilización, se transformaría a su vez en un nuevo pensamiento. En un sentido pues, si la etnología es una ciencia, es al mismo tiempo algo distinto. Este privilegio de la etnología, en todo caso, es lo que nos parece indicar la obra de Claude Lévi-Strauss: como inauguración de un diálogo con el pensamiento primitivo, encamina nuestra propia cultura hacia un pensamiento nuevo.

Pierre Clastres  «Entre silencio y diálogo» (1968)

Disposiciones del radio urbano

marzo 18th, 2019 by Notas del mundo ideologico


«Estamos inmersos en un proceso duro de adaptación a la crisis llevado a cabo por el Estado según las directrices que marcan “los mercados”, un ajuste violento que deja víctimas por doquier: los trabajadores, los pensionistas, los funcionarios, los empleados públicos, los inmigrantes y … la juventud desclasada. Si la mayoría apenas tiene presente, con certeza los jóvenes –casi la mitad en el paro- tienen el futuro hipotecado, por eso protestan, pero no contra el sistema que les ha marginado, sino contra quienes consideran responsables, los políticos que gobiernan, los sindicalistas que callan y los banqueros que especulan. Las protestas marcan el inicio de una época confusa donde un tercio de la sociedad civil va a movilizarse de una u otra forma al margen de las instituciones, aunque no en su contra. No se siente bien representada en una democracia que “no lo es”, puesto que su gente no participa, por eso quiere reformarla. No quiere destruir el poder separado, sino separar los poderes constituidos. Para la clase media precarizada que se apropia del concepto burgués de democracia, Montesquieu no ha muerto, pero convendría recordar que Franco tampoco, que la democracia que “tanto costó conseguir” y que ella reivindica proviene de la reconversión pactada del aparato político-represivo de la dictadura, consolidada desde las cañerías y cloacas del Estado.

Las protestas transcurren en un medio considerado casi natural por quienes participan en ellas: el medio urbano. Sin embargo, se trata de un espacio creado y organizado por el capital, el más indicado para conformar y desarrollar su mundo. Las metrópolis y conurbaciones son los elementos fundamentales del espacio de la mercancía, un escenario neutralizado y monitorizado que funciona como fábrica, en donde la comunicación directa, y por lo tanto, la conciencia y la rebeldía, son casi imposibles. Cualquier revuelta verdadera ha de luchar por liberar el espacio de los signos del poder y abrirlo al encuentro en pro de la descolonización de la vida cotidiana; ha de ser una revuelta contra la sociedad urbana. La cuestión social es esencialmente cuestión urbana, por lo que el rechazo del capitalismo implica el de la conurbación, su recipiente idóneo. El punto de inflexión en el adiestramiento consumista y político puede producirse en esos dormitorios monitorizados llamados barrios, si las asambleas que consigan formarse durante las crisis devienen contra instituciones desde donde pueda criticarse el modelo urbano metropolitano y confeccionarse un modelo alternativo en armonía con el territorio. En las asambleas de barrio representativas puede emerger un sujeto autónomo, una nueva clase que se resista a la problemática ciudadanista que llega de las plazas planteando y desplegando la cuestión urbana (autonomía del barrio, problemas logísticos, contacto real con el campo, ocupación de espacios públicos, recuperación del saber artesano, anticonsumo, lucha contra planes urbanísticos e infraestructuras, etc.). Nada de eso se colige de las protestas, que parecen encontrarse a gusto respirando el aire contaminado del ambiente urbanita, una porción del cual han convertido en ágora ciudadana, lugar en el que tienen carta blanca las vacuidades ciudadanistas. Sucede así porque la mentalidad de la clase media manda en la movilización y sus representantes llevan la iniciativa. Por eso la crisis social no se manifiesta sino como crisis política, crisis del sistema político, momento político de las recetas ciudadanistas.

El ciudadanismo es la ideología mejor adaptada a las conurbaciones, puesto que realmente no necesita de un espacio público para reproducirse, sino de algo que se le asemeje, una especie de espacio formal y simbólico en el que representar un debate aparente. Para que uno real pueda darse ha de existir un público real, una comunidad de lucha, pero una comunidad de ese estilo –un sujeto colectivo- es todo lo contrario de una asamblea ciudadana, agregado volátil de individualidades mutiladas que imita los gestos de la discusión directa sin concluir por lo tanto en la dirección requerida, pues cuidadosamente evita el riesgo rehuyendo el combate. Sus batallas son puro ruido y su heroicidad, nada más que pose. Una comunidad de lucha –una fuerza social histórica- solamente puede formarse a partir de una voluntad consciente de separación, de un esfuerzo desertor hijo de la oposición total al sistema capitalista, o lo que es lo mismo, del cuestionamiento profundo del modo de vida industrial, o sea, de la ruptura con sociedad urbana. Paro juvenil o recorte presupuestario, el punto de partida es lo de menos pues si los ánimos se caldean todos conducen al mismo sitio; lo principal reside en el logro de autonomía suficiente para desviarse de los cauces establecidos yendo al fondo de la cuestión –la libertad- sin mediadores “responsables” ni tutores vigilantes. Y eso no se consigue más que marcando distancias claras con el bando de la dominación y disponiéndose a una larga y ardua lucha contra ella.»

Extracto de «Pensamientos intempestivos al acabar de sonar del tambor» de Miquel Amorós.