Luz de la humanidad

El sol radiante de la razón ha de penetrar las tinieblas de la superstición y hacer visible el desorden del mundo, para organizar por fin la sociedad conforme a unos criterios racionales.
Robert Kurz

 

Los salvajes, como se sabe, desaparecen desde que en el siglo XVI el Occidente triunfante ha lanzado su técnica, su moral y su fe a la conquista de los Trópicos. Las culturas “primitivas”, tal vez demasiado frágiles, y desarmadas en un combate tan desigual, se apagan una tras otra; y, así desposeídos de sí mismos, esos hombres diferentes que devuelven al primer silencio selvas y sabanas en adelante desiertas, se ven condenados a la extinción y la muerte, pues pierden el gusto por la vida.

Un balance tan trágico y la conjunción permanente entre la expansión de la civilización europea y el aniquilamiento de las culturas primitivas obligan a preguntarse si no se trata de algo muy distinto de un accidente sistemático. En efecto, más allá de las matanzas y de las epidemias, más allá de este singular salvajismo que el Occidente transporta consigo, parecería existir, inmanente a nuestra civilización y constituyendo la “triste mitad de sombra” en la cual se alimenta su luz, la notable intolerancia de la civilización occidental ante las civilizaciones diferentes, su incapacidad para reconocer y aceptar al Otro como tal, su negativa a dejar subsistir aquello que no es idéntico a ella. Los encuentros con el hombre primitivo se han producido casi siempre con el estilo de la violencia, grosera o sutil. O, con otras palabras, descubrimos en el espíritu mismo de nuestra civilización, y a lo largo de su historia, la vecindad de la violencia y la razón, en tanto la segunda no logra establecer su exigente reinado si no es mediante la primera. La Razón occidental remite a la violencia como su condición y su medio, pues lo que no es ella se encuentra en “estado de pecado” y cae entonces en el terreno insoportable de la irracionalidad. Y es de acuerdo con este doble rostro de Occidente, su rostro completo, que debe articularse el problema de su relación con las culturas primitivas: la efectiva violencia de que éstas son víctimas no es extraña al humanismo, no es sino el signo visible de una proximidad más lejana con la razón; y esta dualidad no define menos nuestra civilización por el hecho de hallarse enmascarada. Todo ocurre, pues, como si nuestra cultura no pudiera manifestarse si no es contra lo que ella califica de irracionalidad.

Lo que nuestra historia atestigua, desde el Renacimiento, es que esta intención de repulsa pudo cumplirse en la doble circunstancia favorable de la expansión política y del proselitismo cristiano. Con todo, es preciso señalar que aquélla estaba ya presente en la aurora griega de nuestra civilización, puesto que entonces los hombres se dividían en civilizados y bárbaros, la violencia no se manifestaba aún sino en el lenguaje. ¿Y cómo no recordar ahora ese otro reparto entre razón e irracionalidad del que nos habla Michael Foucault? Pues una curiosa analogía dibuja la forma de un destino común a la Locura y al Salvajismo, identificados negativamente por la doble división en la cual el aniquilamiento de las culturas primitivas hace eco a la “gran reclusión de los pobres”. No se desea resucitar, sin duda, la antigua trinidad en que el salvaje y el loco, junto con el niño, mantenían para Occidente la misma relación con el adulto civilizado. Trátase sólo de que tanto el alienado como el salvaje se hallan vinculados de manera idéntica con la razón, para la cual son esencialmente extraños, peligrosos y por ende objetos de exclusión o de destrucción. Demente en Europa o salvaje en América, uno y otro se ven promovidos a pesar suyo a este parentesco nacido de la negativa de Occidente a mezclarse con esos lenguajes extraños. Y quizá sea en nombre de ese mito característico de nuestras maneras de pensar –el salvaje y el loco como fronteras de la razón– que a veces se deba asistir a encuentros sorprendentes: Artaud entre los tarahumaras.

Sería injusto, no obstante, desatender las voces que se elevan en defensa de los salvajes: de Montaigne y Léry a Diderot y Rousseau, no se dejó de recordar que la verdadera barbarie no siempre era la que se creía y que a menudo las instituciones y costumbres de esos pueblos lejanos estaban inspiradas por una gran sabiduría. El salvaje se convirtió pues rápidamente en el “buen salvaje”. Existía una diferencia muy clara entre la manera como ocurrían el encuentro y el contacto de Europa con los primitivos y la función que éstos asumieron, desde su descubrimiento, en el pensamiento de ciertos escritores. ¿Mas cabe por ello estimar que esos puntos de luz “compensan” de alguna manera la naturaleza profunda de la relación civilización-salvajismo? No lo parece, pues lo que los poetas y los filósofos nos ofrecen, más que una búsqueda confusa de ese diálogo al cual no podía suscribir Occidente, es una crítica política o moral de su propia sociedad. Por consiguiente, el hecho de transformarse en tema literario o filosófico no cambiaba en nada lo que el salvaje veía ante todo en Europa: su violencia.

De este modo, en lugar de una debilidad congénita de las civilizaciones primitivas por la cual se explicaría su decadencia tan rápida, lo que la historia de su advenimiento deja traslucir aquí es una fragilidad esencial de la civilización de Occidente: la necesaria intolerancia en la cual el humanismo de la Razón halla a la vez su origen y su límite, el medio de su gloria y la razón de su fracaso. ¿Acaso no lo es esta incapacidad de hecho, ligada a una posibilidad estructural, para iniciar un diálogo con culturas diferentes?

En este caso no es sorprendente que la relación básica entre civilización occidental y civilizaciones primitivas se repita de cierta manera, en el nivel de la etnología, para conferir a esta ciencia cierta ambigüedad y marcar su posición con un color particular. En nuestra opinión, la ambigüedad específica de nuestra disciplina reside en la oposición entre su “tierra natal”, sus medios y su finalidad por una parte, signos de nuestra cultura que se despliega, y su objeto por la otra, constituido por el conjunto de esas civilizaciones primitivas, cuyo rechazo del campo de su propio lenguaje, precisamente, exige la nuestra. La paradoja de la etnología está en que es al mismo tiempo ciencia, y ciencia de los primitivos; en que, absolutamente desinteresada, realiza mejor que cualquier otra actividad la idea occidental de ciencia, pero eligiendo como objeto lo que está más alejado de Occidente: ¡lo asombroso, por último, es que la etnología sea posible! En un extremo depende de la esencia misma de nuestra civilización; en el otro, de lo que le es más ajeno; y ello revela ante todo una suerte de contradicción insólita entre el origen de la etnología y su intención, entre lo que la fundamenta como ciencia y lo que investiga, entre ella misma y su objeto. La etnología, el sentido de su proceder, de su nacimiento y de su proyecto, deben comprenderse sin duda a la luz de la gran división realizada entre Occidente y el mundo de los
hombres primitivos.

La etnología, ciencia del hombre, mas no de cualquier hombre, se halla de acuerdo por naturaleza, podría decirse, con las exigencias del pensamiento científico, pues se mueve en el universo de la división: ésta, por otra parte, era quizá la condición de posibilidad para una ciencia de este pensamiento reconocido tan sólo mediante la separación. Y esta cualidad de la etnología se expresa en el hecho de que constituye un discurso sobre las civilizaciones primitivas y no un diálogo con ellas.

No obstante, aun cuando sea experiencia de la división, o más bien por ello mismo, la etnología parece ser el único puente extendido entre la civilización occidental y las civilizaciones primitivas. O, si aún es posible un diálogo entre esos extremos separados, la etnología es la que permitirá que Occidente lo entable. No, sin duda, la etnología “clásica”, marcada inevitablemente por la oposición –de la cual nació– entre razón e irracionalidad, y que por lo tanto incluye en sí el límite adecuado para la negativa al diálogo, sino otra etnología a la cual su saber permitiría forjar un nuevo lenguaje infinitamente más rico; una etnología que, superando esta oposición tan fundamental en torno de la que se ha edificado y afirmado nuestra civilización, se transformaría a su vez en un nuevo pensamiento. En un sentido pues, si la etnología es una ciencia, es al mismo tiempo algo distinto. Este privilegio de la etnología, en todo caso, es lo que nos parece indicar la obra de Claude Lévi-Strauss: como inauguración de un diálogo con el pensamiento primitivo, encamina nuestra propia cultura hacia un pensamiento nuevo.

Pierre Clastres  «Entre silencio y diálogo» (1968)

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